Hace unos días, alguien me dijo que dibujara un árbol para que, a través de él, pudiera decirme aspectos de mi personalidad. Una especie de análisis psicológico a partir de un dibujo, en este caso de un árbol.
Lo hice. Dibujé un árbol. En realidad, antes de hacer el definitivo, dibujé cuatro árboles, pero ninguno parecía decir aquello que mi interior pujaba por expresar en aquellos trazos que me empeñaba en dibujar.
La razón de que hiciera varios dibujos y sólo uno al final fuera el idóneo, la descubrí al final, cuándo al terminar los trazos miré mi pequeña obra artística en medio de un folio que había estado en blanco instantes antes.
El resultado no fue precisamente un árbol bonito, tampoco frondoso y con una enorme copa, sin embargo sentí que era la clase de árbol que yo bien podía ser en realidad. Pero, claro, la pregunta que a ustedes les surgirá será: Y ¿ Por qué ese y no los otros si eran más bonitos?.
Pues bien. Les diré que, al principio, quise dibujar un árbol equilibrado y proporcionado, más para demostrar que era capaz de dibujar un buen árbol que por el hecho de reflejar en él rasgos de mí personalidad.
Más o menos lo que solemos hacer siempre cuándo queremos proyectar una imagen de nosotros mismos, envolvernos en lo que queremos aparentar para que nos vean mejor, en lugar de enfrentarnos a la realidad tal y como somos. Pero, lo cierto es que al final, me di cuenta que la belleza es sólo una apariencia y bastante relativa, por cierto.
Lo bonito de “mi árbol”, el definitivo, no estribaba en su frondosidad sino en la sencillez y humildad, en su desnudez de hojas.
El análisis psicológico al que me sometí a partir de ese dibujo terminó por darme la certeza. Había dibujado lo que realmente tenía que dibujar, sin adornos.
La cosa bien pudo quedar ahí sin más. Como experimento fue algo curioso al tiempo que revelador, pero casi al hilo de esta particularidad, a los pocos días, supe que en mi ciudad, Valladolid, en la Plaza Mayor, se había colocado un enorme árbol para que los vallisoletanos colgaran en él sus deseos escritos en una tarjeta durante la Navidad.
Ciertamente no era la primera vez que se hacía esto en mi querida Pucela. De unos años para acá casi se ha convertido en una tradición para los vallisoletanos colgar sus anhelos en “el árbol de los deseos”; sin embargo a mí en particular, se me ocurrió hacer algo aún mejor, o por lo menos, más personal.
Volví otra vez la mirada hacía “mi árbol”, ese que había dibujado casi como un juego y que curiosamente había guardado entre mis papeles. Sus ramas, me fijé aún mejor, se alzaban hacía un cielo indefinido pero implícito en la hoja de papel. Su tronco robusto, también me fijé mejor, aparecía bien afianzado, arraigado a partir del trazo que delimitaba la tierra del espacio exterior.
Y me dije: – ¿ Por qué no convertirlo en mi árbol de los deseos?. ¿ Qué mejor lugar para depositar mis deseos que en estas ramas que yo misma he dibujado?.
Y así surgió la idea. Poco a poco, comencé a dibujar brotes en las ramas y a escribir en ellos mis anhelos e inquietudes.
Pero, lo curioso de todo esto, fue lo que escribí en primer lugar en una de las ramas centrales y para más señas en la más alta: “Fe en Dios”.
Me he preguntado por qué fue precisamente esto lo que me nació poner primero. Y me gustaría responder que, en realidad, no fue un deseo, sino una confirmación, pero…No. No sería honesto por mi parte. Efectivamente, fue un deseo. El ferviente deseo de no perder mi fe en Dios a pesar de las vicisitudes. A pesar de todo aquello que veo cada día alrededor y que no me gusta. A pesar de todo lo que no me ocurre y me gustaría que me ocurriera. A pesar de ese laicismo lacerante que pretende anular el verdadero sentido de la Navidad. A pesar de tantas cosas que nos inundan y vienen con pretensiones de llevarse por delante aquello en lo que creemos.Quizá porque últimamente he flaqueado en este sentido, surgió con fuerza esa inquietud y de ahí su lugar preferente en mi árbol.
Pero, pese a confesarles esto, amigos lectores, no pretendo ser un ejemplo. Más bien espero no serlo porque eso significará que no flaquean como yo y que no necesitaran recuperar lo que a veces se pierde en pequeñas porciones o por necedad, pero sí pretendo con esta vivencia personal proponerles algo.
Puesto que estamos en Navidad y es tiempo de buenos deseos aprovechando esa alegría que se produce entre los cristianos al celebrar el nacimiento de Jesús, les propongo que dibujen su árbol de los deseos. El suyo propio, no ese árbol navideño de luces y bolas brillantes que adorna comercios y demás, sino un árbol personal, único, dónde puedan colgar su fe, su Belén, sus inquietudes, sus anhelos, sus desvelos, y porqué no, también sus dichas.
No les importe si no dibujan bien, o les sale un árbol desproporcionado, pequeño o pimpollo. Si dibujan una encina, un chopo, un olmo o un arbusto.
Lo que hará hermoso su árbol, será aquello que deseen y escriban en cada una de sus ramas y brotes. Y si en él escriben deseos pensando en los demás, aún lo será mucho más, porque esa es la magia que encierra todo aquello que en principio nos parece simple.
Un árbol sólo puede parecer un árbol, pero en el momento que le otorgamos la sensibilidad suficiente para ver más allá de la simple corteza o del sencillo trazo de una línea dibujada, nos encontramos con esa savia vital capaz de hacer crecer los tiernos brotes, es decir, de hacer crecer esperanzas de vida.
Así pues, dense esa oportunidad.
Esta Navidad, todo aquello que deseen para el mundo, para los suyos y para usted mismo, póngalo en su “árbol” y cuélguenlo junto al Belén que pongan en su hogar, o en su imaginación, pero con el corazón puesto en ese nacimiento y mantenga la Fe en Dios vigorosa. Él y sólo Él, es la savia de ese árbol. A partir de ahí y a su debido tiempo, todo lo demás…BROTARÁ.
MIS MEJORES DESEOS EN MI ARBOL PARA TODOS.