El tiempo, ese cronómetro
que, impasible, deshace incluso a las estatuas,
que desarbola tus expectativas
y corre sutilmente corrompiendo
la flor de los ensueños terrenales…
El Tiempo, convertido en un espejo
que refleja el engaño de no reconocerte,
en tanto la ansiedad con que te embruja
impide que contemples
nuestro existir igual que a una vasija
que hay que beberse y, a la vez.
llenar hasta los bordes poco a poco…
El Tiempo, cuando es tiempo
de Navidad mundana que te ofusca
con la obtusa obsesión por lo superfluo,
haciéndote ignorar lo que celebras…
(Aunque el Tiempo, esa incógnita
que desvirtúa nuestra circunstancia
y nos oprime y daña con su prisa,
¿acaso afecta al plan de lo Infinito..?)
El Tiempo que hoy, hallándose
al fondo de un establo miserable,
se arrodilla transido, derrotado,
y, herido por la ley con que nos mide,
pone freno al reloj de sus poderes
porque ante Dios, naciendo de una Virgen,
no hay medida mortal que medir pueda
esa Luz que de forma inverosímil
–divinamente humana felizmente—
todo lo limpia y salva y lo eterniza
desde un Amor que todo lo contiene,
lo regala, y es más (el más de lo inmedible)
que todo lo que el Tiempo
con su imperio dispone y hoy destierra
a los pies de Quien todo
lo hace nuevo, novísimo,
como una primavera sin ocaso.
El Tiempo –sí, intachable– que a María
contó sus nueve meses consagrados
a cumplir aquel “Hágase” que hoy
es un Niño sin voz, hecho Palabra
que todo lo pronuncia para siempre.