Navidad es actualizar, cantar y contar a los demás que una nueva vida nos ha nacido, que el Hijo de Dios se ha manifestado como Luz salvadora, que se nos ha abierto una esperanza total, que se ha vencido el poder de la muerte. ¡Dios se ha hecho hombre!
El nacimiento de Cristo es un hecho histórico: el Hijo eterno de Dios se encarnó llegando a ser tiempo; el que es la Vida tomó carne mortal.
Dios es el Todopoderoso, que por ser así, puede hacerse la debilidad suprema. Él se nos entrega como poder en debilidad, como omnipotencia suplicante para que le acojamos, en lugar de presentarse como la Omnipotencia que nos manda y obliga por la fuerza.
Alguien escribió:
“Lo propio del Ser Supremo no es retenerse en lo máximo sino contenerse en lo mínimo”.
Dios se ha hecho Niño para estar y compartir nuestras pequeñeces, nuestras debilidades.
Dios se hace Niño para enseñarnos el camino que lleva a La Vida: la humildad, la sencillez. No es desde la prepotencia y el poder desde donde se salva la propia persona y la sociedad, sino desde la humildad y el servicio desinteresado y cariñoso de unos a otros.
Dios se hace pequeño para descubrirnos que Él está presente de un modo especial en los más débiles, marginados y pobres de este mundo. Ir hacia ellos es andar por el camino que “lleva a Belén”.
Puede celebrar la Navidad con toda razón quien sea capaz de admirar y asombrarse cada día desde la fe ante la maravilla de Dios hecho hermano nuestro y compañía íntima de nuestra existencia.
Este acontecimiento es el que nos arranca a cantar jubilosos con una hondísima alegría, que no es de este mundo.
En medio de las oscuridades de la vida, iremos hacia la Fuente divina, guiados por la luz de nuestra sed de Infinito y por la gracia de Dios que nos ilumina interiormente.
¿Cómo festejar bien la Navidad?
Un Santo Padre de la Iglesia, en siglo IV ya daba unos consejos para celebrarla.
En la Homilía 38, San Gregorio Nacianceno, Obispo, nacido el año 330, hablaba sobre el modo de celebrar la Navidad, con estas palabras:
“Esta es nuestra fiesta, esto celebramos hoy: la venida de Dios a los hombres para que nosotros nos acerquemos a Dios o, más propiamente, para que volvamos a Él, para que despojados del hombre viejo nos revistamos del nuevo y muertos en Adán, vivamos en Cristo…
Celebramos, en suma, la fiesta. No una fiesta pública, sino divina; no mundana, sino por encima del mundo, no nuestra fiesta sino la del Señor…
¿Cómo es esto? – No enguirnaldaremos los zaguanes, ni organizaremos danzas, ni adornaremos las calles, ni ofreceremos placer a los ojos, ni nos deleitaremos con cantos, ni afeminaremos nuestro olfato, ni prostituiremos nuestro gusto, ni agradaremos al tacto: todas estas cosas son caminos fáciles para el alma y veredas que conducen al pecado.
No nos daremos a la molicie con vestidos delicados y sedosos, tanto más caros cuanto más inútiles, ni con el brillo de las piedras preciosas o el oro, ni con artificios y colores que falsean la belleza natural y han sido diseñados contra la imagen de Dios.
No con orgías y borracheras, a las que, a ciencia cierta, se añaden el libertinaje y la insolencia, pues de sórdidos maestros proceden enseñanzas sórdidas o, dicho de otra forma, malas semillas dan frutos perversos…
Y todo ello mientras otros, formados del mismo barro nuestro y con nuestra misma composición, pasan hambre y fatiga a causa de su pobreza”.
Hace unos mil seiscientos cincuenta años aproximadamente que se pronunciaron estas palabras y ¡qué actualidad tienen!
Es una contradicción celebrar que Dios se hace hombre para que la humanidad sea una familia de hijos de Dios y de hermanos, mientras que, con nuestros excesos en gastos y adornos, cooperamos a que el mundo no sea una familia donde se comparten fraternalmente los bienes y la riqueza.