Un día de un mes de un año, mi mujer y yo nos desplazamos hasta Ciudad Real, en donde ella tiene familia. Llegábamos a las 13 horas, y lo primero que hicimos fue buscar el hotel en el que teníamos reservada habitación. Un policía local nos indicó que estaba dentro de una calle peatonal, al lado de la Plaza Mayor, y a la que podíamos acceder con el coche, siempre que fuésemos al establecimiento.
Precisamente por esta céntrica ubicación, el establecimiento no ha sido autorizado a llevar a cabo las modificaciones necesarias para facilitar la entrada al garaje, habiendo tratado de resolver el problema, no muy felizmente, mediante la instalación de un montacargas interior y cerrado herméticamente en sus seis paredes, por planchas de reluciente acero en el que el coche cabía tan justo por delante, por detrás y por los lados, que nos encontrábamos agobiados. Así, esperamos el descenso.
Al tocar suelo, la situación en vez de resolverse se complicó; sólo a cinco metros de la “desembocadura” del elevador, nos encontramos frente a una monumental columna redonda que había que salvar maniobrando repetidamente.
Aparcamos en el sitio que mejor nos pareció, ya que el local estaba casi vacío. ¡Lógico! Sacamos la maleta, y desde allí subimos a la habitación. Eran ya las dos menos veinte después del mediodía, y la familia nos esperaba con la comida preparada.
Nos refrescamos, tomamos un taxi y llegamos a tiempo para comer en familia. Después de la sobre-mesa volvimos al hotel, deshicimos nuestro equipaje, nos duchamos, y descansamos un rato.
Para la cena habíamos quedado citados con los parientes a las nueve y media de la noche. El final de la tarde trascurrió en un ambiente agradable y relajado.
Parte de la velada contribuyó a amenizarla un callejero aprendiz de acordeón, interpretando pasacalles españoles, sones habaneros, melodías italianas y tangos argentinos. Todas ellas fueron reconocidas por la mayoría de los presentes gracias a que se trataba de piezas tan universales como “Clavelitos”, “La Paloma”, “Piove” y la “Comparsita”.
Al día siguiente en su mañana, teníamos proyectado viajar hasta Almodóvar del Campo para saludar y hacer la comida con nuestros compadres Pascual y Angelines, aunque a las nueve y media de la tarde queríamos estar de regreso en el hotel.
Sin prisa alguna, amanecimos a las diez de la mañana, y después de desayunar, el reloj nos dijo que era mediodía, las doce horas. Rezamos el Ángelus. Se nos había hecho tarde, teníamos por delante el inconveniente de sacar el coche de aquel dificilísimo aparcamiento, volverlo a encerrar a la vuelta y,…nos hizo ilusión tener el día libre. ¡Decidimos no viajar!….. y tampoco ir a comer con los familiares de Ciudad Real.
En una palabra: hicimos novillos.
Recorrimos felices las calles de la ciudad. Visitamos la Catedral y la Iglesia de San Pedro; mirábamos escaparates y acabamos sentados ante la mesa de un bar-cafetería en la Plaza Mayor, donde decidimos almorzar.
Habíamos comenzado a comer, cuando percibo unas notas de acordeón que me eran familiares. Poco a poco aquella música fue acercándose hasta llegar a la mesa vecina; los comensales le piden un tango;…….él se arranca por la misma “Comparsita” de anoche.
Termina por acercarse a nosotros sin hacer sonar su instrumento.Me mira fijamente. ¿Qué quiere?, le pregunto.
“Lo que quiero es de esa carne y de ese pan”.
Pincho un filete y le digo: Pues tome.
Mi mujer ha cortado a lo largo un trozo de pan; coloca encima la carne y se lo da.
El muchacho sigue allí, de pie, mirándonos con bondad, con cierta inocencia. Por fin vuelve a hablar: “Y patatas”. Con la mano le doy patatas.
Se acomoda en una de las mesas que permanecen vacías. Entonces llamo al camarero y le pido que le deje estar y le traiga una cerveza. El camarero se le acerca, habla con él, y me dice: “No quiere cerveza, quiere una Coca-Cola”; “¡es que hay que preguntar!,” me alecciona el camarero.
Tiene usted razón, pues tráigale una “coca”, por favor.
Pasado un tiempo todo ha concluido, nuestro hombre ha terminado y se ha marchado.
Nosotros también terminamos y también nos vamos.
A las siete de la tarde salimos del hotel después de haber descansado. Tomamos un café con leche, y hacemos tiempo a que lleguen las nueve y media. A esa hora, y en el mismo lugar que la noche anterior, nos encontramos reunidos con las mismas personas con las que habíamos disfrutado de una agradable reunión veinticuatro horas antes.
No quisimos decirles que no habíamos salido de Ciudad Real, y no habíamos ido a comer a su casa.
Como es lógico, lo primero que nos preguntan es por nuestro corto viaje y por nuestros parientes del pueblo.
– ¡¡Muy bien, muy bien!!
– ¿Habéis encontrado la carretera sin dificultad?
– Perfectamente, todo muy bien.
– ¿A qué hora habéis regresado?
– Sobre las siete y media de la tarde.
Ya no volvió a hablarse para nada del tema viaje. Me alegré, pues odio la mentira y estaba cayendo en ella tontamente.
Fue una mentira piadosa con nuestros primos; no queríamos que se encontraran despreciados.
Hacia las once y media de la noche oigo un acordeón: es nuestro hombre y me temo lo peor.
Como siempre, el aprendiz a músico va de mesa en mesa solicitando con el gesto; casi nunca habla, y ahora no cambia el método.
Le tengo frente por frente alineado a mí, me está mirando; decido relajarme mirándole también con fijeza; él sigue callado, sigue quieto, rígido, …..pero al fin abre la boca y dice señalándome con su índice derecho:
–“Ese hombre me ha dado esta mañana carne y pan”. yo, forzando un tono tranquilo, le pregunto: Sí hombre, ¿y qué más?
– “Y patatas”, me responde.
Tratando de disimular, me solté por reír a carcajadas y todos me siguieron…,bueno, todos no, Pola, mi mujer, permanecía cabizbaja, con su cara cada vez más escondida entre los hombros.
El músico terminó marchándose a otra mesa. Nuestros acompañantes comentaron que ahora estaría diciendo lo mismo a los clientes de al lado. El resto de la velada trascurrió sin más comentario.