Un rato antes de escribir estas líneas, recibí en mi correo electrónico dos mensajes que resultaron ser bastante recurrentes para mis propósitos. Puede parecer en un principio que no tienen nada que ver el uno con el otro, pero, si leen hasta el final, encontrarán el nexo común e incluso algo más.
El primer mensaje que recibí y llamó mi atención, contenía un archivo titulado “Un minuto”. En él había imágenes y frases cuidadosamente sincronizadas con un mensaje implícito que decía lo siguiente: “Dicen que se precisa un minuto solamente para percibir una persona en particular. Una hora para valorizarla. Un día para apreciarla y amarla, pero…una vida entera para olvidarla.”
El segundo mensaje contenía igualmente otro archivo titulado “Virtual”, en el que alguien, conmovido quizá por la singular experiencia, contaba una anécdota en primera persona. Decía así:
¿Qué es virtual? Bien. Cierto día, entré con mucho apetito a un restaurante. Escogí una mesa alejada del bullicio porque quería aprovechar los pocos minutos que tenía ese día para comer y concretar algunas ideas de trabajo a la vez que planear mis vacaciones, pues hacía tiempo que no las tenía.
Pedí al camarero un filete con buena guarnición y una ensalada. Luego abrí mi ordenador portátil y me dispuse a trabajar en él cuándo, de repente, una vocecita habló detrás de mí.
– Señor ¿me da unas monedas?
– No tengo, pequeño.
– Sólo una monedita para comprar un pan.
– Está bien, yo te compro uno.
Y volví la vista a mi ordenador para mirar mi correo electrónico que, por cierto, tenía lleno de e mails. Quedé distraído leyendo poesías, viendo bonitas imágenes, lindos mensajes, riendo con algunas bromas…
– Señor, pida que le pongan al pan mantequilla y queso también…
En ese momento, caí en la cuenta de que aquel niño seguía a mi lado.
– Bien, pero luego me dejas trabajar, estoy muy ocupado ¿De acuerdo?
Llegó el camarero con mi comida, al tiempo que me preguntó si quería que echara al niño.
– Déjelo que se quede. Traiga el pan y algo de comer para él.
El niño se sentó frente a mí y preguntó:
– Señor, ¿ Qué está haciendo?
– Estoy leyendo e mails…
– Y, ¿Qué son e mails?
– Son como cartas. Mensajes enviados a personas por internet.
– Y, ¿Usted tiene internet?
– Si, claro. Es esencial en el mundo actual.
– Y, ¿Qué es internet?
– Es un lugar en el ordenador dónde podemos ver y oír muchas cosas. Noticias, música, conocer personas, escribir, leer, soñar, trabajar, aprender…Tiene todo, pero en un mundo virtual.
– Y, ¿Qué es virtual?
Intenté darle una explicación simple a sabiendas de que no iba a comprenderlo y al mismo tiempo para que me dejara finalmente comer tranquilo.
– Virtual es un lugar que imaginamos, algo que no podemos tocar pero en el que creamos un montón de cosas que nos gustaría hacer.
– ¡ Qué bien¡…¡ Me gusta¡.
– Pequeño, ¿entendiste lo que es “ virtual”?
– Sí, señor. Yo también vivo en ese mundo virtual.
-Ah, pero ¿ Tú tienes ordenador?
– No, pero mi mundo también es de ese estilo. Virtual. Mi madre pasa todo el día fuera, casi no la veo. Yo cuido de mi hermano que llora todo el tiempo de hambre. Le doy agua para que piense que es sopa. Mi padre hace tiempo que está en la cárcel y yo siempre imagino que toda la familia está junta en casa, que hay mucha comida y que voy a la escuela para ser un gran médico algún día. Esto ¿ No es “virtual”, señor?
Cerré mi ordenador y miré al niño enternecido. Dejé que comiera su comida del plato, pagué la cuenta y le di el cambio.
El niño que dedicó la más bella y sincera sonrisa que había recibido en mucho tiempo. Finalmente me dijo:
– Gracias, señor. Usted es un maestro.
En ese momento, tuve la mayor prueba de virtualismo insensato que vivimos todos los días. Una cruel realidad rodeada de verdad y que a menudo ni percibimos.
Cuándo terminé de leer esta anécdota, recordé que hacía unos pocos días había estado observando mientras esperaba a ser atendida en un Centro de Salud, la abnegada tarea de dos personas voluntarias de “Aldeas infantiles” tratando de pedir donativos y apadrinamientos para los niños de esa ONG a cuántas personas salían por la puerta del lugar. El requerimiento era sencillo: – Disculpe, ¿Tiene un minuto?.
En el tiempo que duró mi observación, más o menos media hora, nadie atendió el requerimiento de esos voluntarios. Quien no les esquivaba por algún flanco, les hacía algún aspaviento con las manos para no ser abordados, pero sin duda, lo que más escuché fue: “No tengo tiempo, lo siento”.
¡Tiempo! Qué bien tan preciado pero qué mal acostumbramos a administrarlo.
Tan sólo se precisa a veces un minuto para hacer algo pequeño, pero grande al mismo tiempo. Tan sólo se precisa un minuto para, como dice el primer mensaje, conocer una persona que habrá de enseñarnos algo o revelarnos algún ejemplo de vida, o tal vez para quererla para siempre.
Sin embargo, ¿cuántas veces no damos ni un minuto de nuestro tiempo porque tenemos prisa y tenemos nuestros propios problemas?; problemas que tal vez no sean tales, sino simplemente fruto del agobio y la ansiedad a la que nos sometemos por abarcar más de lo que podemos, mientras que otros sí tienen problemas verdaderamente importantes y serios. Pero, así vamos por la vida. Angustiados por lo que no tenemos o no conseguimos. Consumiendo minutos en nosotros mismos creyendo que aprovechamos mejor el tiempo, pero enajenados de la realidad que nos inunda y sin ser conscientes de que pueden necesitarnos mucho más de lo que creemos nuestra familia, nuestros amigos, vecinos o personas completamente desconocidas.
De nada sirven esos mensajes que nos enviamos unos a otros en nuestro correo electrónico, ni todo ese mundo virtual en el que encontramos tantas cosas si no dedicamos tan sólo un minuto al mundo real y cuanto bueno y menos bueno hay en él.
Quizá usted, atento lector, haya consumido en leer estas líneas tres o cinco minutos, y yo se lo agradezco sinceramente, pero lo realmente importante es lo que haga cuándo las termine de leer.
Dedique, si me permite el consejo, un minuto, un minuto solamente a mirar a su alrededor. A partir de ahí, lo que decida hacer después y lo que resulte, es cosa suya.