Siempre, en mi imaginación, Jesúcristo se me ha presentado con una imagen muy concreta. Largo cabello, barba sedosa, rostro sereno y muy atlético. Quizá lo imaginé siempre así porque de alguna manera influyeron todas esas imágenes en cuadros y esculturas que he visto a lo largo de estos años.
Vivo en una ciudad dónde, precisamente, la imaginería castellana sale a la calle en Semana Santa en procesiones, algo que sin duda me lo ha puesto aún más fácil a la hora de admirar y embelesarme con esa imagen de Jesucristo a pesar de la congoja que siempre me ha producido ver representada la Pasión en todos los pasos procesionales.
Pero, lo cierto es que, después de realizar unos ejercicios espirituales, la figura de Jesús en mi interior ha tomado un cariz más profundo. Esa imagen se ha transfigurado, tal vez incluso pueda decir que la he humanizado para sentir a Jesús aún más cercano a mí.
Por eso, cuándo me planteé escribir unas líneas e ilustrar este tiempo de Semana Santa con una imagen de Jesús en su Pasión, me encontré con el tremendo dilema de encontrar precisamente una imagen que me sirviera para expresar esa sensación que alberga mi interior.
No ha sido fácil. Reconozco que he sentido cierta frustración en esa búsqueda porque he caído en la cuenta de que algunas de las imágenes, esculturas y tallas de Jesucristo o incluso de La Virgen, que había admirado por su singular belleza, en el fondo no me habían expresado nada más. Simplemente me dejé embaucar por cuestión de estética y también por su valor artístico.
Pero como bien se dice, a menudo la búsqueda, viene acompañada de la providencia, y una vez más he de decir que, lo que debía ser buscado, debía ser hallado y, por supuesto, contado.
Entre mis fotografías de la Semana Santa vallisoletana, apareció una especialmente significativa. Era de una talla de un escultor contemporáneo que salió por primera vez en procesión en el año 2004 en Valladolid. No recordaba su nombre y tuve que mirarlo en un folleto: se trataba de “ El Cristo de La humildad”.
Me llamó la atención porque recordaba perfectamente haberlo contemplado con cierta abstracción cuándo lo vi salir en la procesión de Viernes Santo.
Esa postura humilde, efectivamente. Despojado de apegos, vestiduras…entregándose voluntariamente a la suerte que debía correr.
Y recordé también su mirada, perdida en ese punto difuso que nacía en la planta de sus pies, justamente en el lugar desde el cual yo le veía pasar en andas llevado por los cofrades.
Pero fue al contemplar la fotografía más detenidamente cuándo, de esa imagen, surgió un sentimiento. Aquello que no había encontrado con anterioridad.
He de decir que, ha hecho falta algo más que simple vista. He necesitado mirar de otro modo. De dentro afuera, y de afuera, otra vez adentro. Esa ha sido la clave. Es algo complejo de comprender, lo sé, pero trataré de explicarme.
El Cristo de La Humildad, por su naturalidad y sencillez, cuándo lo vi de nuevo en la fotografía, me invitó a contemplarlo con serenidad desde mi interior. De dentro afuera.
Después de eso, mi espíritu se abrió y de esa observación de lo exterior, surgió un sentimiento. De afuera, otra vez adentro. Dicho de manera simple: necesité que interiormente naciera serenamente el deseo de reconocer a Jesús en esa imagen para seguidamente preguntarme qué quería decirme con esa mirada y su actitud sumisa.
Y fue así como, de pronto, surgió la compasión y la profunda pena, dos sentimientos unidos y comprensibles para quienes como cristianos tenemos conocimiento del sacrificio que hizo por nosotros.
En ese rostro perdido entre la vaguedad del vacío, me fue fácil ver el tremendo esfuerzo humano que Jesús hizo por nosotros, despojándose de todo de sí mismo para encomendarse a la voluntad de Dios, su Padre.
Pero quizá, el sentimiento más revelador, fue descubrir en esa mirada y postura melancólica, un profundo amor a través de un pensamiento que escuché desde mi interior como un susurro:
– Te quiero tanto que estoy dispuesto a sufrir esta tortura por ti y por todos aquellos que en mí, deseáis ver a Dios…
Alguien puede pensar que he tenido una experiencia mística. Créanme, no es así. No creo estar a un nivel espiritual tan alto como para tener la suerte de tener esas experiencias, pero sí creo por el contrario tener un corazón dispuesto a escuchar a Dios aunque no lo haga siempre o lo escuche con demasiados ruidos personales.
No fue algo místico descubrir ese sentimiento en la imagen de “ El Cristo de la humildad”, simplemente dejé que su mirada hablara a mi corazón y eso fue, simplemente, lo que escuché.
Siempre se puede escuchar más, también menos o incluso nada, pero en cualquier caso, dependerá de nosotros.
Yo, mismamente, pude ver en este Cristo humilde, una bella talla de madera magistralmente esculpida y cuidadosamente policromada para ser admirada dentro de ese conjunto procesional al que, por esas cosas de las catalogaciones, en mi ciudad llaman “ bien de interés turístico nacional”, sin más inquietud espiritual ni personal, sin embargo, me he dado cuenta que eso, para mí, ahora es lo de menos. Y, doy gracias por haberlo descubierto.
La Semana Santa, qué quieren que les diga, es otra cosa. Es mucho más que procesiones e imágenes llevadas en andas por las calles, es la imagen de Dios en su hijo Jesús, soportando el más profundo dolor por amor a nosotros, a todos los que nos hacemos llamar cristianos.
Así pues, y si de algo sienten que les puede servir esta reflexión, cuándo esta Semana Santa vean una imagen de Cristo crucificado, de Nazareno, o de la Virgen, háganlo al margen de sus vestiduras aterciopeladas o bordadas en oro y de su valor artístico. Deje que les hable su mirada, su expresión…ahí reside la espiritualidad y el sentimiento que les debe brotar como cristianos siempre.
Todo lo demás, son meros adornos que ensalzan la imagen pero también pueden deslumbrar y desenfocar nuestra fé y espiritualidad. Tengámoslo al menos en cuenta. Nos lo debemos a nosotros mismos pero, sobre todo…A DIOS.