La tarde ha fenecido bajo un silencio grave.
Las piedras del Calvario se rompen. Huye el viento.
Y la Cruz se parece al mástil de una nave
varada en una noche que oprime al pensamiento.
(Varada ¿en qué arrebato de negras soledades?.)
Parece que echan fuego las losas del Pretorio, que se salen los peces del lago Tiberiades,
que el Jordán se reviste de un brillo mortuorio,
que se cubre de llagas la tierra de Judea,
que los olivos vierten la doliente fatiga
con que corre al sepulcro José de Arimatea.
(Entre todo, María, su heroica servidumbre
¿no es de más Madre: aún regazo al que castiga
el despojo de Amor que baja de la cumbre
del Gólgota..?)
La noche, con un Dios enterrado,
es la primera noche en que falta la vida,
y en que hasta el aire sufre la lanza en el costado.
¡Qué desnudez extraña la de la Cruz deicida!,
vaciada de Quien todo lo ha dado hasta el final, totalmente su Ser, su muerte consentida,
su diáfana Palabra callada, ante tan cruel,
venenosa y espesa cobardía, y tal caudal
de qué furor blasfemo…
(,Qué más..? Vinagre y hiel
que ¿acaso no sobraban para Quien, febrilmente, sediento y falto de agua, apagó su corazón..?)
Pronto, muy pronto, plena de Luz divinamente,
la luz –qué luz festiva y feraz del tercer día!—
sembrará en los caminos las rosas del perdón.
Y, cumplido su oficio de cruz que no sabía
el motivo infinito de tal crucifixión,
la Cruz vacía sangra un rayo de alegría
que anticipa el milagro de la Resurrección.