Hoy inicio estas líneas poniéndole unas figuradas alas al pensamiento para darle su oportunidad a ese interior que, a menudo, por flaquezas e inseguridades, le niego el vuelo y por tanto mi elevación más allá de la tierra firme por la cual camino.
Y, como con alas comienzo y de volar se trata, comenzaré contando una sencilla anécdota para luego, como digo, trascender con las alas del pensamiento y, una vez más, ofrecerles mi personal reflexión.
En cierta ocasión, mi hijo mayor llegó a casa con una cría de golondrina. La encontró en la calle, desorientada y sin poder levantar el vuelo. Se había caído del nido, como ocurre muy menudo con aquellos pajarillos inquietos y ansiosos por volar.
Mi hijo la trajo entre sus manos como quién albergaba algo delicado y frágil, procurándole protección al tiempo que le nacía el imperioso deseo de cuidarla.
Desde el primer momento, al verla entre sus manos tan pequeñitas, con los ojos cerrados y sus plumillas aún pelusilla encrespada, sospeché que los nobles propósitos de mi hijo con esa pequeña ave iban a ser infructuosos.
De niña tuve experiencias de ese tipo y excepto con un pollito que me compró mi abuela y que luego tuvimos que sacrificar porque se hizo enorme, y he de decir que aquel “pollicidio” me provocó su correspondiente desazón, todas aquellas crías de gorrioncillos y demás acabaron muriendo irremediablemente. Pero, aún así, decidimos ambos darle la oportunidad al indefenso polluelo para que sobreviviera.
Al principio, la cría de golondrina colaboraba con nuestros desvelos por cuidarla. Incluso, yo misma, acordándome del libro de Richard Bach “Juan Salvador Gaviota”, hasta le puse casi el mismo nombre: Juan Salvador Golondrina con la esperanza de que, al igual que la gaviota protagonista del libro, luchara por aprender a volar y planeara por el cielo.
Pero, después de tres días de celoso cuidado, la golondrina amaneció muerta.
Se impuso una vez más la propia ley natural con una pequeña ave que, por alguna razón, no debía sobrevivir a su prematuro abandono del nido.
Y he aquí dónde y a partir de esta singular experiencia, mis alas interiores empezaron a aletear.
Quizá no fuera más que un pajarillo atolondrado e impaciente por vivir al margen de las propias reglas que marca la naturaleza, sin embargo, también pudo ocurrir que, a pesar de tantas cosas en su contra y de responder a su inquietud por levantar el vuelo algo prematuramente, lo hubiera conseguido finalmente a partir de ese encuentro casual a ras del suelo con mi hijo en plena calle.
De haber sido así, quizá hoy hubiera podido escribir aquí que consiguió ser una golondrina singular, especial, distinta a las demás golondrinas y un ejemplo palpable de que, aún siendo un sencillo pajarillo, se puede luchar contra la adversidad y salir crecido.
No puedo escribir ese final romántico, más bien y sirviendo de eco al pensamiento primario, lo que cabe escribir es el reproche más que probable de los hermanos de nido de la pequeña golondrina de conocer su triste final:
¡Ves, tonta, lo que te ha ocurrido por querer volar antes de tiempo¡
Pero esto, como digo, es lo primario. ¿Qué nos puede enseñar, en realidad, esta anécdota?. ¿En qué posición debemos colocarnos?, ¿En el de la pequeña golondrina?, o quizá ¿ en la de sus hermanos de nido?
Sometámonos a este sencillo ejercicio con honestidad y, desplegando nuestras alas interiores, dejemos un poco a un lado los típicos pensamientos sostenidos por el siempre impertérrito sentido práctico que se le aplica a todo aquello que parece no tener posibilidades de ser de otra manera, y dejemos que afloren esas inquietudes que todos albergamos, a menudo en silencio por miedo al ridículo o simplemente por mera inseguridad.
Toda elevación, toda proyección más allá de lo establecido, conlleva el riesgo al fracaso, a no llegar y quedarse a medio camino o incluso a la soledad, pero no es menos cierto que de la adversidad, de la dificultad, han surgido grandes glorias y aleccionadoras victorias.
El hecho de recordar a Juan Salvador Gaviota, el protagonista de un libro, por cierto, recomendable por su fácil y aleccionadora lectura, me llevó a reflexionar una vez más en la esencia que encierra la diferencia, a veces cuestionada, mal interpretada e incluso rechazada por quienes siguen torpemente la inercia de la masa y del pensamiento único.
La gaviota del libro, esencialmente se empeña en vivir conforme a lo que interiormente siente muy en contra de lo que establece su “sociedad”, pasando por diferentes etapas y aprendizajes que culminan en un total y pleno sentido de su existencia.
No voy a desvelar aquí más línea argumental del libro pues al recomendar su lectura también pretendo que descubran, amigos lectores, la valiosa lección que enseña, pero sí quiero extenderme, por el contrario, en algo que considero importante.
Todos somos llamados a ser especiales y únicos. El problema es que nos lleva algunas veces demasiado tiempo conocernos plenamente, entre otras razones porque nos dejamos engullir por los convencionalismos y estereotipos que, la propia comunidad y sociedad en la cuál vivimos, marca con la etiqueta de idoneidad.
Pero, ¿ Quién determina qué es lo idóneo?, ¿ Acaso no es un hecho que no hay dos seres humanos iguales?, y si esto es así ¿ No es lógico que existan tantos modos de sentir como seres humanos distintos existen?. ¿Por qué entonces llega a resultar tan difícil para el diferente, vivir con su diferencia?, ¿Por qué lo juzgamos, lo apuntamos con el dedo o incluso lo excluimos de nuestro espectro? Tantos años sobreviviendo la raza humana y aún no ha aprendido a tolerarse en sus diferencias.
Dios pudo crearnos a todos iguales. Limitarse a dotarnos un cuerpo estereotipado que alimentar, con unas manos para trabajar y un corazón que simplemente bombeara sangre para que llegara a cada rincón de nuestro cuerpo físico. Sin embargo, nos creó a cada uno como una obra de arte única.
Así pues, ¿no creen que es un completo desperdicio abandonarnos tanto de pensamiento y, a menudo, también de obra?.
Pensemos al menos en ello, démonos más oportunidades. No permitamos que esos pensamientos únicos, unidireccionales, establecidos por aquellos que a todo necesitan ponerle su etiqueta como si fuéramos frascos de conserva, nos limiten y corten nuestras alas personales y únicas.
Decía Pascal que “El hombre tiene ilusiones como el pájaro alas. Eso es lo que le sostiene”. Yo, simplemente añado: las alas del hombre, no son de plumas ni tienen espolones. Son de ilusión, de esperanza, de genialidad, de amor… con unas alas así, ¿ qué puede impedir dirigirnos hacía un horizonte infinito?. Mi conclusión: únicamente, nosotros mismos….