El amor está en todas partes. No tiene una forma definida pero lo envuelve todo. No se vende en ningún frasco como un elixir, sin embargo, algunas veces se puede comprar. Sé que es una afirmación arriesgada, aunque, más que arriesgada yo diría que incluso frívola, pero no. No lo es en el contexto que hoy en estas líneas me propongo contar.
Por mi ocupación profesional actual, tengo la bonita labor de atender a personas que, o bien se preocupan por el cuidado de sus mascotas o desean adquirir una. Ambos aspectos me demuestran a diario que los animales son algo más que esa connotación un tanto “salvaje” que se suele tener de ellos por su instinto y por su supuesta irracionalidad; encontrándome al tiempo con casos verdaderamente singulares que invitan a detenerse en un análisis algo más profundo sobre la cuestión.
Empezaré por uno de los hechos que más me impresionó desde el primer momento: una mujer de unos cuarenta años entra en la tienda y con voz temblorosa pregunta: ¿Vendéis cobayas?
Al contestarla que no, la mujer mostró su decepción entristeciéndosele el rostro de una manera un tanto desconcertante para mí, pues no abarcaba a comprender en ese momento tanta desilusión.
Pudo quedar la cosa así sin más; sin embargo, esa mujer venía con algo más tras de sí, algo me instintivamente me movió a profundizar en esa desilusión.
Le pregunté por qué quería una cobaya y no un canario, por ejemplo, animalillos que sí tenía y que cantaban que era un primor. La contestación fue inmediata: porque necesito un animal al que poder abrazar y querer. Cogerlo entre mis brazos y darle amor.
Naturalmente, enseguida pensé en un perro o un gato como el animal más idóneo para ese tipo de entrega personal y acogedora, algo que estaba dispuesta a proporcionarle a través de conocidos que tenían cachorros sin coste alguno, pero había unos impedimentos muy concretos para que esa opción no fuera viable.
– Mi casero no me deja tener animales de ese tipo, y he pensado en un conejo o una cobaya porque no hacen ruido y puedo tenerlo en una jaula.
Una vez más la tristeza volvió a dibujarse en su cara como si una sombra volviera a ponerse encima de su cabeza.
Enseguida intuí que a esa mujer le ocurría algo más que el mero hecho de buscar una mascota idónea para ella en mi tienda, y como suele ocurrir en esas ocasiones en las que todo es propicio para que conozcas otras realidades, el caudal personal de esa mujer empezó a fluir como un río en ese momento.
La mujer de unos cuarenta años que tenía frente a mí, resultó ser una de las miles de mujeres maltratadas por sus parejas en este país.
Una mujer que había sufrido el peor maltrato que un ser humano puede sentir; el psicológico por un lado, y el más lacerante para la carne, la vejación y los golpes.
Había decidido denunciar a su esposo después de dos años de continua tortura física y emocional y vivía con el miedo en el cuerpo porque el maltratador la tenía amenazada a pesar de tener una orden de alejamiento.
Lo chocante quizá de esta historia para quienes no alcanzan a comprender qué puede aportar una animalillo como una cobaya a una mujer que ha sufrido maltrato, es que un sufrimiento tan grande no es fácil de eliminar y que necesita mucho tiempo para devolver, si es que alguna vez lo devuelve, el equilibrio emocional de una persona maltratada.
Pero he aquí lo hermoso que encierran las cosas pequeñas, o en este caso los pequeños animalillos, pues esta mujer, como enseguida comprendí sin mucho esfuerzo, necesitaba sentirse querida de alguna manera con la mirada de un pequeño ser que viera en ella su bondad.
Necesitaba sentir el tacto suave y el calor de un pequeño ser que quisiera estar entre sus manos y pegada a su pecho en sus ratos de soledad, en definitiva, demostrar y sentir un poco de amor, el de un animal sí, pero despojado de toda esa posesión y obsesión que había padecido de un ser humano, de quién había dado en llamarse su compañero y quién del mismo modo le había dicho que la quería.
Es triste tener que conformarse con tan poco cuándo el corazón tiene tanta capacidad de amar, pero con esta historia pretendo demostrarles, queridos lectores, que el amor siempre busca un recoveco el cuál acomodarse por muy pequeño y mínimo que éste sea.
Hay quién por razones de peso, no lo encuentra en sus semejantes y sin embargo, busca mitigarlo en su animal de compañía. Un absurdo para algunos quizá pero un bálsamo para quién ha sufrido muy profundamente el desamor y encuentra en los ojos de una cobaya, un gato o un perro, la adoración, la compañía y la fidelidad.
Cuando vuelva a la tienda esta mujer, sabré si por fin compró una cobaya en el lugar que la recomendé, y les prometo contarles el final de esta historia, que no es otra que la de muchas y muchas mujeres que luchan por recuperar lo que les han robado miserablemente: su autoestima y su fe en el amor.
Pero permítanme contarles otra pequeña anécdota, algo más alegre, eso sí, pero sobre todo entrañable.
Un hombre entra en la tienda buscando poder comprar un periquito hembra para su padre de noventa y dos años.
– Quiero una hembra, precisamente, porque a mi padre se le ha muerto hace unos días la que tenía y está triste porque ve la jaula vacía.
A quienes se nos han ido esos pequeños “amigos” de nuestras vidas de manera súbita, nos es fácil comprender el vacío que en un principio nos dejan. A menudo se superan enseguida, pero a veces también se da el caso de que con ese animal, también se vaya una pequeña rutina que ofrecía un motivo con el qué ocupar un sosegado tiempo.
Eso era, precisamente, lo que le ocurría a este anciano de noventa y dos años. Con su “periquita”, se había ido parte de sus desvelos y su entretenimiento. Así pues, ayudarle a recuperar su ilusión, no sólo fue tarea fácil sino muy grata.
A los pocos días, el hijo volvió a la tienda y trajo a su padre con él para llevarse una periquita. Traía su jaulita bien limpia para meterla allí con una ilusión tremenda. Lo llevé hasta el apartado de la tienda dónde están las jaulas con los diferentes pájaros y allí, sus ojillos, se abrieron como platos.
– Uy, dijo todo ilusionado. Esa amarillita jaspeada que esta ahí….¡ esa, esa quiero¡ ¡ Qué bonita es¡
Ciertamente se llevo la más brillante de pluma, y si me apuran la más idónea porque se dejó coger sin mucho esfuerzo como si, de alguna manera, supiera que estaba destinada a ese anciano que la había escogido.
La cara del anciano rebosaba dicha en ese instante. Como si le dieran un juguete nuevo a un niño. Le regalé el bebedero de agua y le llené los comederos de alpiste.
– Muchas gracias, me dijo casi engolando la voz al tiempo que sus ojillos se enternecían contemplando a su “periquita”.
– Ya me puede decir usted el nombre que le pone eh?..Y cuídemela bien…le dije sonriéndole.
-Si, si…dijo como un niño obediente.
Pueden imaginar la sensación placentera que se puede sentir cuándo ves que haces feliz a alguien con algo tan sencillo.
Cuando se marchaba de la tienda con la jaula de la mano y con su “Periquita”, sentí que había vendido amor por muy poca cantidad, sin embargo en cuestión de instantes se había multiplicado por el infinito.
La vida de ese anciano volvía a tener ese combustible que hasta el final de nuestros días todos necesitamos: el amor.
Pero esta anécdota, a mí personalmente, me enseñó algo más, o al menos me mostró la cara esperanzadora de la vejez.
A pesar del peso de los años y de la longevidad a la que con suerte podemos llegar si Dios nos otorga ese don, se puede mantener muy viva la chispa de la ilusión y las ganas de vivir cada día como un regalo renovado cada amanecer que despertamos.
Es, en cierto modo, dejar que nuestro “niño” interior nos hable y aflore. Algo que este hombre de noventa y dos años dejaba aflorar sin menoscabo de su sabiduría y experiencia en la vida pues, su lucidez mental, se debía a su dedicación a la lectura, entre otras cosas, durante toda su vida.
Para terminar, sólo me queda añadir que, es fácil encontrar amor a pocos pasos, lo que ocurre es que no siempre se presenta de la misma forma.
El amor por los animales es, simplemente, una forma más a tener en cuenta, tal vez con sus limitaciones, o simplemente baste para quienes han sentido los zarpazos de la vida a través de sus semejantes, pero de cualquier forma amor que ennoblece, que deja aflorar bondad, desvelos, cariño, calor…aquello que desde el fondo de nuestra alma, siempre queremos para sí.
Así pues, si tienen animales, quiéranles mucho, pues como bien se dice, también son criaturas de Dios y Él, no hay duda de que también los quiere.