Como sé que en este periódico de vuestra parroquia de Almodóvar, escribís también los niños, supongo que también lo leeréis con atención, así pues hoy me voy a dirigir a vosotros además de vuestros mayores.
Y lo voy a hacer en principio poniéndome a vuestro nivel, queridos niños; desde quién desea tener siempre el corazón de una niña capaz de sorprenderse ante las lecciones elementales que la vida nos ofrece.
Yo cada día voy a la escuela de la vida. Sí, así como suena: a la escuela de la vida, un imaginario colegio siempre abierto donde aprender es el único requisito exigido. No importa la edad, ni tampoco si se sabe mucho o poco, tampoco hace falta demostrar cuánto se sabe, solamente tener ganas de aprender.
A algunos mayores creen que llega un momento que no hay nada nuevo que aprender. Creen haber aprendido cuanto necesitan y dejan de mostrar interés por todo al tiempo que se creen que lo saben todo. Es la actitud de la falsa sabiduría. Sí. Así, como suena: falsa y engañosa pues os diré que, nunca, nunca se deja de aprender aunque se sepan muchas cosas.
A los niños, por el contrario, os suele ocurrir otra cosa. No os gusta de por sí la escuela y aprender algunas cosas os parece un rollo. Algunos incluso os hacéis algo vaguetes y estudiáis muy poco.
Pues bien, para unos y para otros, e incluso para mí misma, os voy a contar una pequeña lección que he aprendido estos días de “la escuela de la vida”.
Me llegó por internet, ese gran invento capaz de traernos noticias y acontecimientos de cualquier rincón del planeta hasta nuestra pantalla del ordenador. Veréis. Resulta que en una comarca de Colombia, un lugar donde al parecer no preocupa demasiado que los niños corran ciertos riesgos peligrosos para su propia vida, ocho niños de edades entre los 4 y los 8 años, cada día tienen que deslizarse por un cable de acero colgados por la cintura de unas simples cuerdas y una polea.
Claro, os preguntaréis para qué hacen eso. Nosotros en España, pagamos por montarnos en montañas rusas, en atracciones de sensaciones espeluznantes con las pertinentes medidas de seguridad; sin embargo, estos niños colombianos tienen que recorrer 800 metros de cable en bajada a 200 metros de altura durante 30 ó 40 segundos que les dura el recorrido, colgados únicamente por unas maromas atadas a sus cinturas para poder ir a la escuela que se encuentra al otro lado de ese precipicio. Y no sólo esto. A la vuelta, cuando regresan para sus casas, deben caminar hasta otra montaña donde hay otro cable, es decir utilizan un cable de ida y otro de vuelta.
Seguramente penséis que pasan miedo o que incluso no quieran ir al colegio, pero no. Lejos de ser para ellos un motivo para no asistir cada día al colegio, un día tras otro llegan contentos y risueños hasta el extremo de ese cable de acero después de atravesar solos una carretera porque quieren aprender.
Cuando tuve noticias de este hecho, me pregunté qué clase de políticos tienen en ese país que no protegen mejor a sus niños ni les ofrecen una educación mucho más cercana y de calidad; pero también me pregunté por qué esos ocho niños eran capaces de valorar tanto su aprendizaje hasta el punto de no experimentar ni un ápice de miedo deslizándose cada día por el cable para ir a la escuela.
Pues bien, niños, mayores y yo misma. He aquí la lección a aprender.
Yo recuerdo el momento en el que le tocó a mi hijo Daniel ir por primera vez al colegio. Por aquellos días, se estaba poniendo en práctica un nuevo sistema pedagógico de adaptación al colegio para que los niños gradualmente se acostumbraran al horario escolar. Durante un mes había que llevar a los niños tan sólo dos horas. Pasado ese mes ya se les llevaba toda la jornada escolar.
Ya por aquel entonces pensé que era una solemne tontería pero hoy lo pienso con más conocimiento de causa. Con tan absurdos sistemas pedagógicos antichoque escolar, fomentamos inconscientemente el torpe concepto de “trauma” por ir a un lugar a aprender durante cinco o seis horas al día.
No, queridos niños, no. No os debe suponer ningún trauma acudir al colegio a aprender.
Es todo un privilegio que gocéis de esa oportunidad, de que hayáis nacido en una orilla próspera en la que no preciséis ningún cable ni polea para llegar a vuestro colegio y recibir toda esa cultura que precisareis para ser hombres y mujeres en el futuro.
Es un privilegio que tengáis una clase y un curso para cada edad, un profesor por cada aula, una pizarra, un ordenador en la clase, libros de texto, lápices, cuadernos, uniforme…y lo mejor de todo, un colegio cerca de vuestra casa. No vale decir que no queréis ir a la escuela porque tenéis que estudiar. Eso es una absoluta ingratitud ante tantos privilegios, pero lo peor de todo es que desaprovechando lo que os ofrece vuestro colegio, también os estáis desaprovechando a vosotros mismos.
En cuanto a nosotros, los adultos, ¿qué decir? Muchos son los que creen saber más de lo que realmente saben negándose a aprender de cuanto les rodea, incluso de los niños y de los más jóvenes.
Precisamente, la mayor necedad, radica en creerse más sabio de lo que realmente se es.
En la escuela de la vida, siempre y hasta el final de nuestros días, somos alumnos; lo que ocurre es que, a veces, la escuela, como algo figurado en nuestro acontecer mientras nos hacemos más y más mayores, suele plantearnos retos y enseñanzas que no encajamos con facilidad, siendo más fácil negar y dar la espalda a lo que no entendemos que abrir nuestra mente y corazón para comprender.
Negarse a aprender es negarse uno mismo a crecer y por tanto empezar a marchitarse y empobrecerse.
Así pues, niños, adultos con espíritu de niño, sabios a medio camino de la inalcanzable sabiduría, pensad un poco en esos “niños del cable”, valerosos alumnos de la escuela de la vida que ya saben lo importante que es aprender si se quiere caminar hacía el futuro.
Es grande el riesgo que corren cada día por aprender y cabe desearles que el colegio les quede a la altura de su férrea voluntad, pero teniendo motivos para ser un trauma acudir a la escuela cada día, ellos, sin embargo, acuden contentos.
Creo que llegados a este punto, si unos niños en condiciones precarias lo han aprendido, conviene que todos nos quejemos menos y que estemos dispuestos a aprender cada día un poco más de la magnifica “escuela de la vida” , ¿no os parece?.