La frase de Quevedo no sólo no pierde actualidad, sino que va ampliando el ámbito donde se manifiesta como una triste realidad.
Todavía no hemos salido de la “crisis económica”, pero una cosa resulta clara: “Don Dinero” le ha ganado la partida a los políticos.
El llamado “sistema financiero” ha ingresado más dinero, a pesar de ser los primeros culpables de la crisis, y han aumentado la deuda de los gobiernos y especialmente de los ciudadanos.
Eso también ha tenido sus “efectos secundarios” al reducir la ayuda a los países pobres del mundo.
A la hora de escribir estas líneas, las compañías aéreas le han ganado la batalla a los gobiernos europeos. Sus pérdidas económicas han pesado más que los criterios de seguridad en el tráfico aéreo.
No estamos ante algo nuevo. Desde hace años lo que decide la marcha de nuestro mundo es la economía y no la política.
Cuando el sistema político es democrático, al menos hasta cierto punto está en nuestras manos. Nosotros elegimos a los políticos. Pero el sistema económico está en manos de unos pocos que tienen sus cuentas corrientes con incontables ceros después de otro número distinto.
Somos los países ricos quienes imponemos a los países pobres la política social y económica que han de llevar adelante, ponemos y quitamos gobiernos, manejamos de forma absolutamente escandalosa las normas del comercio internacional, y hasta decidimos dónde puede vivir cada persona violando la Declaración de los Derechos Humanos que nosotros elaboramos y firmamos: la movilidad de las personas depende de las necesidades de manos de obra barata en los países del Norte.
Es una espiral diabólica. Y cuando algún país del Sur intenta salir de esa espiral, y de forma democrática elige un gobierno que busca defender los derechos de su pueblo sobre los recursos naturales, les adjudicamos todos los calificativos negativos que aparecen en el diccionario. Los convertimos en un peligro para la “estabilidad mundial”… aunque sólo pongan en peligro una pequeña parte de nuestras ganancias económicas.
Desgraciadamente pocos de nosotros hemos tenido la posibilidad de visitar países del Sur, saliendo de los previstos recorridos turísticos, y entrando en contacto con la extrema pobreza de la mayoría de sus habitantes.
Hace años en el trópico latinoamericano, en una comunidad rural, un niño de poco más de un año murió en mis brazos por desnutrición, o sea, por hambre. Me quedé congelado y me costó tiempo devolver el cuerpo a su madre. Me embargó una sensación de culpabilidad.
Pasa el tiempo y no consigo superar ese sentimiento. Es como una imagen que cada tanto vuelve a mi memoria. Y, aunque me resulte dolorosa, no quiero perderla. No recuerdo el nombre del niño, pero no puedo olvidar su cara.
Ese rostro me cuestiona mucho más que cualquier razonamiento ideológico. Se ha convertido para mí en una “clave” para entender-si es posible entenderlo- este mundo en el que vivimos.
Me trae a la cabeza las palabras de Jesús: “Cuando el grano de trigo muere, da fruto”. Aquel niño es el grano de trigo que me exige un cambio que me cuesta.
Si el mundo sigue en manos de los económicamente ricos ¿qué futuro nos espera? Porque la realidad se volverá contra nosotros.
Nos queda la esperanza de que “otro mundo es posible”, en la medida en que nos comprometamos en su construcción.