Hay un pasaje en el Evangelio de San Marcos y de San Lucas que describen cómo Jesús se encuentra en el templo con sus discípulos. Allí ven cómo los fariseos y los jefes de los sacerdotes depositan cantidades muy importantes de dinero en el arca destinada a recoger limosnas para el templo.
Pero, Jesús alaba a una viuda que echa una cantidad muy pequeña: “Os aseguro que esa viuda ha echado más que todos los demás. Pues todos han echado de lo que le sobraba; ella, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo lo que tenía para vivir”
Reflexionando sobre este pasaje, pienso que no es malo lo que hacen los fariseos, especialmente si no persiguen que se les vea y se les admire por su generosidad, pero, indudablemente, es mucho mejor lo que hace la viuda, dar lo que necesita.
Yo diría que lo primero es limosna y los segundo-lo que hace la viuda- es caridad.
Contaré ahora una vivencia personal, en la que pienso que se presentan la limosna y la caridad.
Estaba yo destinado en Cartagena, era joven, soltero y sin compromiso y formaba parte de una pandilla numerosa de chicos y chicas.
Un día, una de las chicas me pidió que le acompañara a visitar a una madre y su hija, para llevarles unas mantas y unos quilos de lentejas y garbanzos. Le acompañé encantado.
En el camino, mi amiga me contó que tanto la madre como la hija vivían en el límite de la pobreza; eran ya mayores, la madre tendría unos ochenta años y la hija, sesenta.
Me pidió que convenciera a la madre para que se fuera al Asilo, donde estaría mejor atendida y la hija dispondría de más medios para subsistir.
Llegamos a la casa, nos abrieron la puerta y pasamos al comedor; en él había una mesa y dos sillas.
Les dimos las mantas y las legumbres, mientras yo les proponía que la madre se fuese al Asilo, donde estaría mejor.
La reacción de la madre y la hija fue recoger lo que llevábamos, colocarlo en el punto más alejado de la mesa y empujarnos suavemente hacia la salida. Antes de darnos cuenta se había cerrado la puerta.
Hasta aquí, lo que yo llamaría “limosna”; ahora expongo lo que considero “caridad”.
Pasó algún tiempo y mi amiga me volvió a invitar a visitar a la madre e hija, y me hizo ver que sería bueno que la madre fuese al Asilo.
Recapacité sobre lo que había pasado la vez anterior y vi claro que me había confiado al don del convencimiento, que creía tener, y a mis propias fuerzas; era necesario cambiar.
Me fui a la mejor pastelería de Cartagena y compré la docena de pasteles más apetitosa. Llegamos a la casa y nos hicieron pasar; lo hice sonriente, dejé los pasteles en la mesa y abrí el paquete.
Luego, me dirigí a la madre y le dije: “Ya me he enterado quién es usted”.
Me miró intrigada y me preguntó: “quién era”.
Se lo aclaré: “Cuando el rey Alfonso XIII se exiló de España y se fue a Italia, embarcó en Cartagena en un crucero. Pasaba en coche por la calle Mayor y dijo al conductor que parara. Se bajó del coche y se acercó a una chica joven muy guapa, la besó y dijo: “Quiero despedirme de España dando un beso a la mujer más guapa de Cartagena”.
Y me he enterado que aquella joven era usted.
Mientras le decía esto, la tenía cogida por los hombros y, luego, le di un par de besos. La madre se puso colorada y vi que estaba encantada. La hija se ofreció a que acompañásemos con agua a los pasteles, se fue y volvió con un jarro y dos vasos. Estaba claro que además de tener sólo dos sillas, sólo había dos vasos.
Seguimos charlando y yo continué metiéndome con ellas, especialmente con la madre.
En un momento concreto desaparecieron, estuvieron un rato fuera y luego volvieron.
La hija se dirigió entonces hacia mí y me dijo: “Mi madre y yo hemos estado hablando y si usted cree que lo mejor para ella es que se vaya al Asilo, estamos dispuestas a aceptarlo”
La verdad es que yo pensaba que habían salido para tratar el tema.
Entonces, me volví a ellas y les dije: “Por mi parte pueden ustedes hacer lo que quieran. Pero, yo, si fuese ustedes, me quedaría en mi casa, porque es mejor pasar necesidades en compañía que estar mejor, pero separados”.
La madre y la hija me abrazaron, me dieron sendos besos y no paraban de darme gracias.
Debo confesar que, siempre que pienso en ellas, llego a la conclusión de que acerté plenamente, porque estoy convencido de que esta segunda vez no fui yo el que actué, sino que el Espíritu Santo quiso servirse de mí para realizar aquella obra de “caridad”.