Hablan y hablan las voces discordantes de los que nos dirigen en este país- como en tantos otros del planeta- prometiendo lo que no será cumplido.
Se manejan los cálculos de las encuestas, intentando subir la credibilidad de los encuestados, junto a la confianza, de ese número indeterminado de electores, tan necesarios para los que no quieren dejar el timón del poder.
Mientras la gente se desespera sin ver una luz en el túnel de la crisis económica donde nos han metido.
La gente hilvana un rosario de dudas y ve que sus pingues ganancias, si las tienen, no llegan para subir tantos escollos como surgen.
Se maquilla una oscura amargura con el falso brillo de los otros. De aquellos que sí parece que les va muy bien. Ellos, los triunfadores, salen y entran en los falsos espectáculos de las televisiones, contando intimidades grotescas y serviles, para una audiencia que ha perdido la libertad de decidir apagar el nexo que la une a la caricatura de una sociedad normal. Normalidad sustentada en el trabajo honrado y bien hecho, aunque la honradez no esté valorada actualmente, y sí se ensalce la anormalidad de la desvergüenza.
Las voces alzadas en defensa de opciones equivocas y erróneas no consiguen acallar el desánimo que discurre entre las gentes de diferentes capas sociales. Lo que hace meses era tratado con ironía y mofa, al faltar el trabajo, se ha convertido en un lastre odioso.
El espejo en el que nos mirábamos yace roto en mitad de una calle cortada. En esa calle sobran esperanzas hechas añicos y falta la suficiente honestidad para rebuscar un serio balance de por qué nos dejamos corromper en perjuicio nuestro.
Poco vale hoy, al que está cobrando el subsidio del paro las horas extras que se cobraron en dinero negro. Tampoco ha lucido el derroche de cuando sobraba todo, y la mala gestión de los políticos deja tirados a los ciudadanos de abajo.
La calle, lo que se habla en ella, difiere de lo que se dice en los foros.
foros. La calle es el pulso de la gente. Esa gente que no pasa a las tiendas ni a los bares. Tampoco a los restaurantes, resta viajes y anula caprichos porque la gallina de los huevos fáciles se quedo sin yemas.
De pronto, las vacas flacas se comen a las gordas, y el hombre que se sentía Dios por encima del bien y del mal, se convierte en barro.
No es justo ¿pero quién, o quienes, hacen posible que la equidad se asiente entre nosotros? La respuesta es obvia, nosotros mismos.
Si fuéramos justos en las condiciones que reglan el trabajo, en los contratos, en el cumplimiento de las leyes naturales, incluso, cuando las leyes civiles son arbitrarias y se denunciaran los excesos e injusticias, además de intentarlos resolver, buscando el bien de todos, descubriríamos que ese es el camino del bien individual.
Nada, o casi nada, de esos valores, consume nuestra sociedad de obsesivos consumistas compulsivos. Todo lo contrario, se admira al que estafa, engaña y es trasgresor de las normas morales que rigen la conducta humana de nuestra civilización.
Los modelos de las personas que se exhiben y copian, carecen en la mayoría de los casos, de generosidad y entrega. Y sin ideales y esfuerzo nada es posible.
La falsedad ha hecho mella en la ignorancia. Las carcajadas del necio se han vuelto lágrimas.
La terquedad porfiada del engaño de unos, para con otros, se ha vuelto en nuestra contra.
De poco nos sirven los mensajes lanzados por diferentes medios de comunicación haciéndonos creer en la superación de obstáculos, cuando no cubrimos la necesidad del pan de cada día.
No exagero al afirmar que la pobreza de muchos es la base donde se asienta la riqueza de otros.
Yo soy parte de la calle. De esos que pasamos por las calles del mundo ignorados y sin rostro. Los que desde hace siglos arrimamos el hombro para que medren los señores del poder; del poder de cualquier época.
Nosotros, conformamos y nutrimos las grandes avenidas de nuestras urbes, y aprendemos a golpe de impotencia, que sin trabajo y sin recursos humanos, los mítines y las consignas de los partidos políticos carecen de valor.
Encima de los hombros, además del madero del trabajo, hay que llevar la luz de la esperanza, junto al manantial de los sueños, porque si no tejemos sueños, dejaremos de ser humanos.
La humanidad es mucho más que una palabra fonética. Mucho más que un sonido y una acción. Somos fragilidad sensible, sentimiento que ama y espera ser amado. Somos mansedumbre y fiereza, compasión y flaqueza junto a los errores y los aciertos…
Pero no somos nada cuando dejamos de apoyarnos los unos en los otros para conseguir el bien común.
La crisis, en los países “ricos”, nos ha cogido desprevenidos mientras danzábamos en torno de ídolos malditos y escuchábamos voces de sirenas.
Los ricos son hoy más ricos, y los pobres vuelven a saborear la pobreza de carecer del timón que los lleve a buen puerto.
La crisis económica, originada por una sociedad narcisista y ambiciosa, ha dejado al descubierto la pobreza moral. Porque, no otra cosa es que inmoralidad las fortunas amasadas de muchos dirigentes políticos al amparo de discursos sociales.
A esta crisis del mundo actual se la puede bautizar con muchos nombres y buscarle prócer a quien achacarle todos los males venidos, pero de las vicisitudes hay que salir con racionalidad, y no con banalidades.
La gente de los pueblos ordinarios seguiremos llenando las calles, concurriendo por ellas como rebaño desperdigado.
Los de arriba maquillarán su maneras y sus números para que cuadren en los escaparates de las redes sociales, pero cuando el hambriento deja de ser una fotografía y nos acucia el estómago, es probable que la pasividad se torne en protesta.
Nos dolerá tanto nuestra carne, que el precio a pagar arrastrará también a aquellos que, aún hoy, no han mordido el polvo de la desesperación del paro y las destrucción de la riqueza colectiva.
Jugar a meter la cabeza debajo de la manta del engaño nos puede dejar tan desnudos como al rey, que le vendieron un vestido inexistente, y se lo creyó por fatuo y soberbio. Dice, la moraleja de la narración, que un niño, en su natural raciocinio, denunció el engaño, dejando al descubierto la necedad de aquella sociedad donde los pícaros medraban.
Los cuentos y sus moralejas siguen teniendo vigencia, recordemos que sus enseñanzas son milenarias y se cuentan en todas las culturas al margen de gobiernos y estados. Los pueblos y sus gentes merecen el respeto que ellos se dan a sí mismos.
Nada es eterno, salvo Dios, incluso hoy, a pesar de los avances técnicos y científicos.
Una sociedad sin ética está abriendo la puerta de su exterminio.