Día del Cuerpo de Cristo entregado por todos nosotros, alimento, espiritual que sacia nuestra más profunda hambre y que nos une en un mismo cuerpo
Cristo alimento:
“Jesucristo estaba con el Padre desde el principio preparando la maravillosa mesa de la creación, a la cual quiso invitar a todos sin excepción” (Juan Pablo II).
Esa gran mesa de la creación está abastecida para todos los hombres; pero, por desgracia, está injustamente repartida.
En ocasiones especiales, Dios mismo hizo llover pan del cielo para su pueblo peregrino por el desierto y luego, hecho hombre, multiplicó los panes en sus divinas manos, para saciar el hambre de una gran multitud.
En la Eucaristía, Jesucristo se parte y se entrega como pan y bebida para alimentarnos de una manera íntima.
Se une Jesús con nosotros para comunicarnos sus palabras, sus pensamientos, sus sentimientos, su espíritu, su vida.
El que se alimenta de su cuerpo, tendrá vida en plenitud, superará toda clase de dificultades y hasta la muerte; será inmortal.
Cristo-comunión
La eucaristía es misterio de comunión. Comunión, en primer lugar, con Dios en Cristo.
Comemos a Cristo, no para masticar su cuerpo, sino para asumir su espíritu, sus sentimientos de amor.
Comemos a Cristo para identificarnos con Él y contagiarnos de su amor universal.
Si nuestras comuniones no nos unen a Cristo y a su modo de sentir y actuar, tendremos que pensar si no estamos comiendo de este pan y bebiendo de este cáliz “indignamente”. Comulgar a Cristo es también comulgar con los hermanos, que son miembros de su Cuerpo.
Se comulga, por tanto, a Cristo para ir haciendo comunidad, para acercarnos más unos a otros, para comprendernos mejor, para querernos mucho más.
Si recibimos todos, al comulgar, la misma savia, debemos entrelazarnos unos con otros, como los sarmientos a la vid, o como los miembros de un mismo cuerpo.
“El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”.
Así rezaban los primeros cristianos: “Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y renacido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino”.
No podemos comulgar el mismo pan y sentarnos a la misma mesa y, luego, después desconocernos o enfrentarnos o vivir egoístamente.
La comunión nos debe llevar al encuentro, a la concordia, a la colaboración, al amor fraternal.
Si comulgamos y seguimos divididos, tendremos que pensar si comemos y bebemos “sin discernir el Cuerpo”, no sea que comamos y bebamos “la propia condenación” como dice San Pablo en la carta primera a los Corintios 11,29.
Día de la Caridad
Por todo lo dicho, el día del Corpus es el día de Caridad.
Quien comulga a Cristo, se une a quien vino a servir y no ser servido; a entregarse hasta la muerte por amor.
No podemos olvidar que la eucaristía y el “lavatorio de los pies” están íntimamente unidos.
Cuando comulgamos, recibimos llamada y fuerza para “lavar los pies” a los hermanos, para pensar en los que sufren de cualquier forma, para compartir el pan- nuestros bienes-, para cuidar o acompañar a los enfermos, para trabajar y luchar por la justicia.
Comulgar a Cristo es comulgar el Amor: un amor que no es sólo palabras, sino “servicio”.
Un amor que debe empujarnos a servir al pobre y a combatir las causas y raíces de la pobreza.
“Si después de comulgar seguimos siendo cómodos e insolidarios, si sólo nos seguimos preocupando de nuestros problemas e intereses, si ni siquiera vemos al hermano necesitado, tendremos que preguntarnos para qué sirve nuestra comunión, si no será más bien un escándalo que un provecho”.