En una iglesia de un lugar en el que estuve no hace mucho, escuché una voz cantando una canción que hacía tiempo no escuchaba. Era una voz dulce al tiempo que envolvente. La acompañaba únicamente los acordes de una guitarra.
Busqué la persona que cantaba de aquella manera. Fue fácil hallarla. En un banco, muy cerca del altar, había una mujer con una media sonrisa dibujada en su rostro mientras cantaba y tocaba su guitarra.
Me desconcertó su mirada; parecía no mirar a ninguna parte, como si no tuviera nada delante, ni a los lados, pero al mismo tiempo como si existiera toda una apertura infinita frente a ella.
La canción que cantaba era “El alfarero”, aquella que dice: “Señor yo quiero abandonarme, como el barro en las manos del alfarero, toma mi vida y hazla de nuevo. Yo quiero ser, yo quiero ser un vaso nuevo”.
Al escucharla, sentí que me la estaba cantando a mí, no quizá de manera exclusiva, lo sé, pero sí como quién lanza una hoja escrita al viento y cae en las manos de alguien para que la lea.
Cuanto más repetía el estribillo, más me llegaba al alma, de tal manera que, también, cuanto más la escuchaba, más me gustaba su voz y su modo de cantar.
Fue un momento en cierto modo agridulce; por un lado un regalo para los oídos y por otro un latido doloroso para un corazón y un alma, la mía, que muy a menudo se ve como un trozo de barro aún por determinar, sin llegar a ser aún una vasija completa.
Cuando terminó de cantar la mujer, se hizo un breve silencio en la iglesia, momento que me sirvió para comprender lo que me acababa de ocurrir; había tenido una experiencia espiritual, de esas que en tu desnudez ante Dios, Él llega para arroparte, para abrigarte de ese frío que trae tus dudas, tus miedos, tus inseguridades…
Y como quien tiene una inspiración dolorosa al tiempo que cálida, desde mi interior una voz se hizo eco y me dijo: sí, quieres ser un vaso nuevo, o mejor, una vasija con más capacidad para llenarla de cosas buenas.
Fue un momento intenso, de esos que de repente te abren de par en par las puertas de la esperanza y depositas toda tu confianza y toda tu vida en Dios.
A menudo, siento que soy un vaso que se derrama, a ratos también me siento frágil, en fin…debilidades puramente humanas que en mi caso ponen a prueba mi fortaleza de espíritu.
Pero sí puedo decir que esta experiencia, tal vez por tener por mensajera a una mujer especial de la que aún me queda lo más importante por contar, no es de las que caerán en olvido, al menos de una manera consciente porque lo cierto es que son muchas las cosas que vienen con pretensiones de colarse y hacerse su sitio en nuestro intelecto y en nuestra alma, pero solo algunas consiguen la categoría de ser “revelaciones”.
Y eso fue, sin ninguna duda, una relevación acompañada de todo un ejemplo de vida y de fe, la de Margarita, así se llamaba la mujer que con el único acompañamiento de su guitarra y su angelical voz, ella solita llenaba toda una inmensa iglesia de himnos y mensajes alegres de Dios.
Me recordaba a Elsa Baeza cantando su famoso “Credo”, pero no era ella. Margarita, en sí misma tenía su propio credo, su propia fe; cantar en la iglesia era el modo de proyectase, de elevarse muy por encima de sus limitaciones.
Esa mirada que yo vi detenida en la amplitud de lo difuso e infinito mientras escuchaba la canción de “El alfarero”, la provocaba su ceguera.
Era ciega, sí, toda una limitación cuando hay tantas cosas bellas que ver, sin embargo, me demostró que veía más allá de lo que muchos, con plenas facultades, podemos llegar a ver.
Al hablar con ella y percatarte de su ceguera, esta mujer es capaz de notar en tu voz tu contrariedad e incluso tu lástima, sin embargo ella, sonriendo y sin perder el sentido del humor, al intuir tus sensaciones en el modo de tratarla, te dice:
– “No sientas tristeza ni pena por mí. Soy ciega pero tengo fe en Dios, siempre está conmigo, y también tengo a mi hijo aquí a mi lado. Soy muy feliz por tener estas dos cosas.”
Naturalmente, al escuchar con tanta convicción su poderosa fe, la crees, pero cuando ves que guarda su guitarra sin perder la sonrisa al tiempo que a su alrededor empiezan a llegar personas a besarla y a alabar su voz y sus canciones, y ves en su rostro alegría y satisfacción, inevitablemente, surge en ti un sentimiento amable hacía semejante persona pues ante ti ves la fuerza que pone cada día Dios en aquellos que bien podrían sentirse débiles y, sin embargo, viven con vigorosidad la vida que tienen ante sí.
En esa mujer y con esta experiencia, yo descubrí toda una vasija llena de cantos y mensajes alegres de Dios, y lo que era aún más ejemplar, se sentía plenamente feliz.
Fui una vez más a la misma iglesia a escuchar misa, más por el pretexto de escuchar de nuevo la voz de Margarita que por otra razón, no lo niego, y lo cierto es que no dejé de observarla, y cuanto más la observaba y escuchaba, más admiración me inundaba dejando atrás cualquier sentimiento de lástima que pude tener al conocerla.
La última vez que la vi alabé su voz y el modo que cantaba sus canciones, y ella, con una modestia llena de humor dijo:
– “Sois vosotros los que me escucháis de modo diferente cada vez porque yo, siempre canto lo mismo y de la misma manera”.
No sé, es muy posible que tuviera razón pero yo que de niña canté más de una vez la canción de “El alfarero” en el coro de mi colegio además de oírla a lo largo de mi vida más de una vez, he de decir que en su voz la escuché distinta y la sentí calar dentro de mí de un modo también distinto.
Son, como alguien me dijo tiempo después al compartir esta experiencia, los milagros que logra la fe y la presencia de Dios en nuestras vidas.
Así pues, vosotros, que celebráis este mes, las fiestas en honor a vuestros patronos, La Virgen del Carmen, San Juan de Ávila y San Juan Bautista de La Concepción, vivid con júbilo vuestra fe y proyectarla en todo lo que hagáis esos días de celebración.
Un corazón jubiloso eleva la mirada más allá de los obstáculos y todo cuanto se hace con convencimiento pleno en lo que se cree, consigue contagiar también de júbilo a cuantos buscan el sentido auténtico de sus vidas, un sentido que solo da forma Dios si dejamos que el corazón sea, figuradamente, una vasija de barro en sus manos.
Sed, entonces, vasijas de barro llenas de alegría y que sean días de celebración en concordia y con paz.