Quizás sea la libertad el mayor tesoro del hombre y también el más difícil de valorar en sus términos justos; porque pienso que no es libertad “hacer lo que te apetece”, sino más bien eso es capricho.
Se dice que “mi libertad termina donde empieza la libertad del otro”. Es decir: la libertad tiene un límite. Está claro que la sociedad se defiende “privando de la libertad” al que hace mal uso de ella.
Pero yo quiero ver la libertad desde la trascendencia; la libertad en mis relaciones con Dios. Al fin y al cabo es lo más importante con lo que me voy a enfrentar en mi vida.
Hablo a veces de las experiencias que he vivido como responsable de acampadas-movimiento de apostolado castrense relacionado con los cursillos de cristiandad- dirigidos a soldados y marineros y también a alumnos de las diferentes academias militares.
Los jóvenes que acuden a las acampadas lo hacen libremente, pero indudablemente les pueden mover diferentes motivos, sólo hay una condición, que quieran participar.
En la charla de presentación les presento una pregunta en unos términos parecidos a estos: ¿Si nos planteamos quién puede ganar el pulso que queramos echarle a Dios, en esta acampada, Dios infinitamente poderoso y nosotros prácticamente nada, Dios o nosotros? Seguramente llegaríamos a la conclusión de que ganaría Dios; aunque la verdad nada hay más lejos de la realidad.
Si venimos aquí a echar un pulso a Dios, a demostrarle que no nos va a convencer, que se diga lo que se diga, vamos a cerrar la escucha, os aseguro que ya tenéis ganado el pulso.
¿Qué hacer entonces para que Dios nos gane la mano en este pulso?- Tendremos que recurrir a “una trampa”, deberemos tirar de la mano de Dios hacia nuestro lado, y entonces nuestra mano se posará en la mesa. Seremos nosotros los que hemos ganado el pulso porque hemos hecho un buen uso de nuestra libertad.
Siempre hablo también de la parábola del “hijo pródigo”, animando a los jóvenes a charlar y confesarse con el sacerdote. Siempre encontrarán a Dios Padre inclinado al perdón.
Aquí también está en juego la libertad de cada uno. Pregunto cuál es la herencia que el hijo menor pide a su padre en la parábola, y pienso que, trasladada a mis relaciones con Dios Padre, es la libertad.
Dios Padre me da la herencia, Él ha querido que yo sea dueño de mi libertad. Puedo hacer con ella lo que quiera, hasta los mayores pecados.
Junto a este uso de la libertad, tendré que aceptar al mismo tiempo la consiguiente responsabilidad. Ser consciente de mis obras.
Viene ahora la parte más importante de la parábola. El hijo sigue disfrutando de la libertad, pero entra dentro de sí y se da cuenta de que está traicionando a su padre, comiendo las algarrobas de los cerdos, que le repugnan. Si pudiera, se levantaría e iría en busca del perdón de su padre; y se pone en marcha, y en cuando pisa el límite de su finca, el padre corre hacia él, le abraza y celebra el gran banquete “porque había perdido a aquel hijo y lo ha encontrado”
Podemos ponernos ahora nosotros, como hijos pródigos, ante Dios Padre.
En la acampada me siento a la sombra de un árbol y tengo tiempo para meditar. Descubro que estoy quizás compartiendo con los cerdos las algarrobas y descubro que soy más, mucho más feliz en compañía del Padre, que me ama de una forma infinita y le debo todo. Así que me levantaré e iré en busca de su perdón. Lo tendré siempre.
Una cosa es totalmente cierta: cuando, a través del sacerdote, los jóvenes en encuentran el perdón del Padre, descubren que éste les ha perdonado y les ha inundado de su Amor. Los ojos les brillan de una forma especial y no pueden desprenderse de una sonrisa abierta y sincera.
Contaré una anécdota ocurrida en una campada en Santiago de Compostela.
Terminada la clausura, salimos a tomar unas copas. Entre los que íbamos, había dos cabos primeros de la Armada, y yo me encontraba con ellos. Uno había confesado y estaba eufórico, el otro no lo había hecho (me enteré en ese momento).
Se suscitó una discusión entre los dos acerca de los grados que tenía la “queimada” (aguardiente quemado con azúcar).
El que se había confesado defendió que ochenta grados; su compañero apostaba que cuarenta; esto era mucho más sensato.
Pero, el cabo que había confesado calló al otro con una frase dicha como una verdad absoluta:” Mira, la “queimada” tiene ochenta grados, porque te lo digo yo que me he confesado y estoy en gracia, lo tuyo no tiene valor, porque no te has confesado”.
Me llamó la atención que éste último aceptó como totalmente válida la razón que le daba su compañero.