Pienso que el Sacramento de la Confesión, de la Penitencia o de la Reconciliación cuanta hoy con pocos adeptos.
¿A qué se debe esta falta de interés?
Se puede pensar que, como dijo el Papa Pio XII, se ha perdido el sentido del pecado, o ha quedado adormecido. Quizás por comodidad, pues indudablemente cuesta trabajo ponerse ante un sacerdote y contar lo negativo de nuestra vida.
A lo largo de mi experiencia, de bastantes años, en obras de apostolado, especialmente con jóvenes militares, puedo asegurar que, sólo a través del Sacramento de la Reconciliación, han encontrado la auténtica paz y la verdadera alegría, que proporciona el saberse perdonados por Dios Padre.
Durante mi niñez se tendía a que la gente fuera a confesarse motivándoles desde el temor. Se hablaba mucho del Infierno y de la condena eterna motivada por el pecado mortal.
No diré que siempre haya sido así, pero éste es el recuerdo que yo guardo.
Indudablemente conviene recordar que el Infierno existe, no como una amenaza que pende sobre nuestras cabezas, sino como la posibilidad del total rechazo al Amor de Dios y desde ahí comprender el inmenso regalo que gratuitamente nos ofrece el Padre, que es el Cielo.
El Concilio Vaticano II abrió ante mí un horizonte totalmente nuevo. En él descubrí el Amor infinito de Dios y su deseo permanente de ofrecerme su perdón.
A través del apostolado castrense, he participado en un número elevado de Acampadas, un movimiento semejante al Cursillo de Cristiandad, para jóvenes militares.
En mis charlas siempre les he animado a acercarse al sacerdote para hablar de sus cosas con él. Sí, al final, salía la Confesión mejor.
Muchas veces los sacerdotes han comentado dos hechos frecuentes en las confesiones. El primero: el alto número de chicos que confesaban por primera vez después de la primera comunión. El segundo: la profundidad y sinceridad de las confesiones que escuchaban.
Un hecho es cierto, todos los chicos que decidían acercarse al sacerdote, en busca del perdón del Padre, volvían con los ojos brillantes y una sonrisa sincera, abierta.
A mí me resultaba muy fácil decirle a alguno: “Veo que no has ido a ver al pater, tienes la clásica sonrisa del conejo, de dientes para fuera, pero sin brillo en los ojos”.
Indudablemente todas las parábolas tienen su valor y cada una cubre un aspecto concreto de la vida trascendente. Pero, las del “hijo pródigo” es la más indicada para hablare del perdón del Padre. En ella basaba yo mi charla cuando quería hablar de este tema.
Después de explicar por encima la figura del hijo pequeño, me detenía en el hecho de que el joven entra dentro de sí y echa de menos su vida al lado de su padre. Se da cuenta que ya no puede comer ni siquiera las algarrobas de que se alimentaban los cerdos que cuidó.
Esto, le conduce a la decisión más importante: “Me levantaré, iré a mi padre y le diré que no soy digno de ser su hijo, que me reciba como un criado”. Y se levantó y va en busca del perdón del padre; pasa de la consideración al hecho.
Pensaba entonces en la parte fundamental de la parábola, la postura del padre.
Les decía que el padre actúa mucho más como madre que como padre, pues sólo una madre dedica todas las horas del día a esperar el regreso del hijo, le da el abrazo del perdón sin reproches, celebra el banquete con su vuelta y sólo una madre intentará reconciliar al hijo mayor con el menor.
Les decía que en Dios no hay sexo, y, por ello, el Padre celestial es al mismo tiempo Madre con un valor infinito.
Luego, insistía con un ejemplo: “Una viuda tiene un hijo un poco “calavera”. La madre ha conseguido reunir, con mucho esfuerzo, un dinero que le permitirá comprar el piso en que viven. Un día llega el hijo y exige a su madre que le dé ese dinero. La madre, como es normal, se resiste e intenta hacerle comprender al hijo la necesidad que tienen de comprar la casa en que viven.
El hijo no entra en razones y, ante la insistencia de su madre, la golpea hasta que le da el dinero; gasta casi todo, pero, en un momento concreto, entra dentro de sí y se da cuenta de la fechoría que ha cometido. Tiene claro que su madre se ha callado, lo ocurrido ha quedado entre los dos.
Arrepentido, vuelve junto a su madre en busca de su perdón. Devuelve lo que no ha gastado y ve, asombrado, que su madre le recibe como si nada hubiese ocurrido; es más celebra la vuelta con una comida especial, sin palabras de reproche, todo son muestras de amor”.
Y, luego, yo terminaba: Así nos espera el Padre-Dios a cada uno de nosotros cuando nos decidimos a pedirle perdón a través del sacerdote en la confesión. Encontraremos paz y alegría sin límites.