Quiero pensar que las 32 horas de Benedicto XVI en España han sido un regalo de la Providencia en este momento histórico. Los efectos no son inmediatos. Lo inmediato es la polémica del paralelismo de la laicidad agresiva de hoy con la de los años 30.
Esas discusiones duran un par de días, tienen la vigencia de los periódicos o de las imágenes de televisión. Al cabo de una semana, todo eso se olvida, queda el poso de unos mensajes que calan en la conciencia del hombre, también en el hombre de hoy.
Porque el Papa no deja a nadie indiferente. No es un ilustre hués-ped que nos honre con su presencia, no es un líder político que nos venda una mercancía con fecha de caducidad, no es una “estrella” que nos divierta y nos sirva de entretenimiento. Donde el Papa está, está la Iglesia. Y la Iglesia es “el abrazo de Dios a los hombres”. ¿Hay una metáfora más lograda que ésta para designar a nuestra madre la Iglesia? Un abrazo es signo de acogida, de comprensión, de perdón, de ánimo…
Desde la tumba del Apóstol Santiago ha invitado a España y al mundo a peregrinar en la vida, que es tanto como “salir de nosotros mismos para ir al encuentro de Dios”, a esforzarnos porque “Dios vuelva a resonar bajo los cielos de Europa”, como eco de las palabras impetuosas de Juan Pablo II, dichas en el mismo lugar: “Europa, sé tú misma.
La confesión pública de la fe -en esta hora de prejuicios y complejos-, la dignidad del ser humano, la belleza como impronta de Dios, la indisolubilidad del matrimonio y la grandeza de la familia, la necesidad de que mantengamos las obras asistenciales que benefician a toda la sociedad… fueron otras afirmaciones dichas por el Papa desde el púlpito global de su magisterio.
Se trata, en definitiva, de edificar nuestro futuro “desde la verdad auténtica, desde la libertad que respeta esa verdad y nunca la hiere, y desde la justicia para todos, comenzando por los más pobres y desvalidos”…
Las palabras del Papa ante la basílica de la Sagrada Familia, que acababa de consagrar -según la terminología antigua— las dirigía el Santo Padre a todas las naciones -empezando por la nuestra-, a los que pisan la tierra con la esperanza puesta en el cielo, un cielo recortado en Barcelona por las agujas del templo de Gaudí.
Todo ha salido a pedir de boca. La organización (los jóvenes que se han dejado la piel en los preparativos del viaje), la estética de los altares, las ceremonias, la respuesta de los fieles, los coros y las orquestas, hasta la meteorología.
Algunas nubes oscuras amenazaban con mojarnos, pero todo quedó en un amago. No llovió, ni siquiera en Santiago, que es lo suyo.
Creo que es de justicia subrayar que en esta ocasión el Gobierno ha estado a la altura de la circunstancias.
Aparte de que el presidente prefiriera un lugar en guerra -Afganistán-, la Administración se empleó a fondo en la logística del viaje y en otros aspectos más importantes como calificar de “visita pastoral” al acontecimiento -que va más allá de una calificación de visita de Estado-, aplazar la discusión parlamentaria de la Ley de Libertad Religiosa, como un signo de buena voluntad, y unas declaraciones del ministro de la Presidencia que auguran un replanteamiento de las relaciones del poder político con la Iglesia.
Habló, creo recordar, de que el “hecho religioso” no se puede entender como un asunto circunscrito a la vida privada. Tiene consecuencias sociales evidentes que, en boca de un ministro del Gobierno, es todo un cambio de lenguaje.
Veremos. De momento, la verdad es que la visita fugaz del Papa nos ha llenado el depósito espiritual y podemos reemprender el camino tonificados los músculos del alma.
El Papa nos ha devuelto las ganas de vivir, y de vivir a tope, con la eterna juventud que nos viene de lo alto, con la guía segura de la fe, la dulzura de la esperanza y la fuerza del amor.
¿Quién dijo miedo? Benedicto XVI también nos ha conjurado contra esa palabra maldita. “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?”.
Cuando el Papa subía al avión de Iberia, que le devolvía a Roma, hubiéramos querido retenerlo, si no fuera porque se impone el deber -también el Papa lo tiene- y su sitio está allí, abrazado por la columnata de Bernini, en la tumba del primer Papa, de Pedro de Galilea que dejó las redes de su barca porque no le servían para seguir al Maestro.