Me encontraba una tarde sentado en mi habitación; hacía buen tiempo. A través de la ventana veía el jardín iluminado por el sol. Todo respiraba paz.
Me preguntaba qué puede aportar a la vida y a la Iglesia una persona mayor, como las que vivimos en esta residencia, con sus más de ochenta años, con movilidad limitada, con sus achaques…; y llegaba a la conclusión que pueden aportar mucho.
Veía claro que la iglesia se mueve bajo el soplo del Espíritu Santo, su autentico motor, que suele pasar desapercibido, pero que se encuentra permanentemente presente; toda la vida depende de Él. Así lo profesamos en el Credo: “Señor y dador de Vida”.
Pensaba en la Madre Guadalupe, una monja a la que me une una profunda amistad; fue directora del Colegio de mi hija y mantuve mucho contacto con ella en la época en que fue presidenta de la Asociación de Padres.
Luego, ha continuado es amistad.
La Madre Guadalupe llegó a ocupar cargos muy importantes en su Congregación religiosa; y ahora, con cerca de noventa años, se encuentra en una residencia, acompañada de otras hermanas suyas mayores.
Pensaba yo qué podía aportar ahora la Madre Guadalupe a su Co0ngregación desde su retiro y veía que todo, y diría que más de lo que dio durante su vida activa, si es que vivía esta fase, que ahora le tocas, con aceptación y fe.
La Madre Guadalupe ahora podía aportar su oración, su dedicación a las demás hermanas, la posibilidad de mantener una comunicación más frecuente y profunda con Dios Padre.
En definitiva: vivir y aceptar plenamente la voluntad de Dios.
Aquí, en la residencia, y vuelvo al pensamiento anterior, encuentro paz y una participación que puedo palpar, en cuanto entramos en el tema religioso.
Me atrevería a asegurar que no he tropezado en ningún momento con la resignación, con la aceptación de los problemas, como si no quedara otro remedio. Pocas veces se habla de ellos; aseguraría que se habla menos que cuando teníamos salud a tope y se nos presentaba algún pequeño malestar.
¿Qué mueve a esta aceptación?
Yo diría que la fe, el sentido religioso de la vida. La mayor participación de la gente es en las actividades religiosas.
Quizás no somos conscientes, pero el Espíritu Santo nos impulsa desde el Amor a buscarle a través de los demás.
Y también en este compartir su presencia, aunque pueda pasarnos desapercibida.
La Residencia es para mí, y también para las personas que se encuentran en ella, una fuente inagotable de ejercer la Caridad, y lo pongo con mayúscula consciente de que hablo del Amor de Dios.
Me puedo parar en el personal que nos atiende, son personas jóvenes la mayoría, y varias de mediana edad.
Todas nos regalan su cariño a manos llenas. Ninguna hija lo haría con más dedicación que lo hacen ellas.
Hay un hecho para mí trascendental, en todo momento están por encima del “simple cumplimiento del deber”, por muy bien que lo hagan, y la verdad es que lo hacen; pues nos regalan su cariño a manos llenas, nos consideran como miembros importantes de su familia. La verdad es que pasan aquí tanto tiempo con en aquella.
Me doy cuenta que es el Espíritu Santo el que nos va regalando, a manos llenas, su Amor, que se traduce en este reparto de cariño, que luego regalamos a los que nos rodean.
Sin la presencia permanente del Espíritu Santo en nuestras vidas, seríamos incapaces de encontrar el menor sentimiento positivo en nuestros corazones. Tendríamos un corazón de piedra.
Contemplo ahora, a través de la ventana de mi cuarto, el gran regalo que nuestro Padre Dios nos hace: la luz, las plantas, los árboles…, algún residente que pasa, me auxilia; todo me recuerda que Dios es Amor y ha volcado en nosotros su Amor.