No me avergüenza reconocerlo; me suelo quejar a menudo. Podría decir que me quejo con razón, pero no sé, creo más bien que caigo en esa actitud porque de alguna manera siempre he creído que era el modo de liberarme de esa sobrecarga que se produce cuando todo lo que te importa, tus hijos, tu casa, tu trabajo, se torna en problemas, preocupaciones, contrariedades…
Lo cierto es que sí que se siente cierta ligereza momentánea cuando sueltas tus quejas, incluso parece que pierden buena parte de su importancia, ocurre un poco como con esas palabras que de tanto repetirlas una y otra vez, pierden totalmente su sentido.
Pero hay que reconocer que vivir instalado en la queja continua, no sólo no es inteligente sino que además es todo un derroche de voluntad pues el tiempo que pierdes en quejarte es el mismo que pierdes en hallar soluciones.
Nos conviene, por tanto, reflexionar sobre ello de manera honesta porque más veces de las que nos paramos a reconocer nuestras quejas no son para tanto y siempre, siempre, puede haber motivos mucho más poderosos que para vivir aquejados.
A mí, la vida, en este y otros muchos sentidos, casi siempre me da la oportunidad de recabar en mis propias incoherencias.
Esta semana, sin ir más lejos, una persona que llegó hasta mi tienda, me brindó la ocasión.
Llevaba unos días haciendo mis cábalas comerciales, sopesando diferentes cosas, lo normal cuando se gestiona un negocio. Estaba inquieta entre unas cosas y otras.
En esas estaba cuando un hombre de unos cincuenta y tantos años entró en mi tienda nada más abrirla a las cinco de la tarde. Me preguntó si podía ver la tienda con calma. Naturalmente, le dije que no había inconveniente; a menudo entran personas simplemente a mirar; así pues le dejé que lo hiciera libremente.
Después de un rato, decidió preguntarme por un pienso para un perro. Yo pensé que era para su perro, pero resultó que era para el animalillo de un hermano suyo que, al parecer, no lo tenía muy bien atendido.
No suele ser habitual que alguien decida cuidar a un perro ajeno, más bien en ese sentido, con los animales, aún la conciencia es bastante primaria, pero tras explicarse mejor, entendí la situación.
Este hombre llevaba jubilado por accidente laboral desde los cuarenta años. Económicamente no tenía ningún problema. Tenía su pensión. La salud bastante quebrada, pero por el contrario tenía mucho tiempo. Demasiado tiempo y sin ocupaciones. Este era el gran escollo para este hombre en su vida.
- Cuidar al perro de mi hermano es una ocupación que me he buscado, por hacer algo, ¿ sabe?, me confesó. Usted no sabe lo que es levantarse y pensar: “no tengo nada importante que hacer hoy”, y levantarte finalmente sin aliciente alguno.
Le escuché con cierta perplejidad. No conseguía comprender cómo alguien podía quejarse de no tener nada qué hacer y de tener tiempo.
A mí se me ocurrirían montones de cosas en las que emplear el tiempo, pero he aquí lo curioso de esta experiencia vital que me venía a contar este buen hombre jubilado: su queja era no tener cosas importantes de qué preocuparse.
- La gente se queja de que tiene preocupaciones. ¡Benditas preocupaciones! esas son las que ayudan a vivir porque te hacen luchar y sentirte después orgulloso cuando todo lo superas. Mientras piensas cómo llegar a fin de mes, te preocupas por organizarte mejor, aprendes a valorar más las cosas. Y la imaginación, no digamos. El ingenio se despierta y se hacen cosas extraordinarias…
Yo le escuchaba atentamente al tiempo que sentía golpear mi propia conciencia. ¿Cómo podía aquel hombre desear tener preocupaciones, quejarse de ¡no tenerlas¡ cuando a mí, en cambio, hasta me provocaban ansiedad ?.
- No le parezca extraño, me dijo, ( se empeñaba en tratarme de usted). Levantarse todos los días y tener algo en lo que emplearse, sentirse útil, y pensar cómo hacer tal cosa o tal otra, es vivir; yo, en cambio, sólo estoy gastando mi vida y encima estoy mal de salud.
Su voz, al final de ese alegato vivencial, se le quedó engolada. Repentinamente le embargó una tristeza que me rompió totalmente los esquemas.
Tras ayudarle con el pienso de perro, me pidió una última cosa:
- ¿Podría decirme dónde puedo conseguir un cachorro?, no me importa la raza. Quiero un cachorrillo para enseñarlo y que se haga a mí.
A dos kilómetros escasos de mi tienda, está la perrera municipal. Me pareció una buena opción para ese hombre pues, tanto beneficio podía obtener él, como el animalillo que de allí pudiera llevarse.
Agradecido y con los ojos humedecidos, se marchó de mi tienda, no sin antes prometerme que volvería a por más pienso para perro.
- De darle a ganar a alguien un duro, te lo daré a ti, maja, por escucharme.
Al final, rompió la barrera y ya me trató de tú, pero para entonces, quién le había tomado profundo respeto, fui yo y hasta se me engoló también la voz un poco.
Me contagió en cierto modo su melancolía aunque, reconozco que aún en aquellos momentos, no lograba comprender plenamente a ese hombre “ sin preocupaciones” .
Quejarse de “no tener de qué ocuparse”, me parecía toda una paradoja. Pero, luego, pensándolo más detenidamente, llegué a la conclusión de que, efectivamente, a pesar de mis quejas, de mis quebrantos, de todo eso que rebulle en mi cabeza para lograr día a día sacar todos mis proyectos adelante, es lo que realmente da un sentido a mi vida: tener salud cada día que me levanto para luchar, para hacer mi trabajo, para ayudar a la gente que precisa mi consejo profesional, para ocuparme de mis hijos…eso, efectivamente, ¡ Es vivir¡.
Así pues, amigos lectores, pensad un poco de qué os quejáis.
Seguro que tenéis uno y mil motivos, os comprendo bien, pero pensad también en vuestra fuerza interior para solventar y superar todos los escollos que la vida nos pone delante.
Son meros retos para demostrarnos de lo que podemos llegar a ser capaces, de nuestros recursos y por tanto de nuestra capacidad de superación.
Levantarse cada día y tener algo de lo que ocuparse aunque haya que pensar cómo hacerlo, eso, no hay duda que es una bendición de Dios.
Yo, por tanto, agradezco tener ocupaciones y preocupaciones. No podré evitar quejarme algunas veces ¿qué le vamos a hacer?, soy de carne y hueso y, por tanto, vulnerable, pero afortunadamente hoy sé algo que he aprendido durante este último año de “preocupaciones”, que : “quien a Dios tiene, nada le falta, porque solo Dios, basta”.