Comienza otro año el Adviento, el tiempo de la esperanza y la apertura del alma al Señor que viene, que está a nuestra puerta y llama para nacer un poco más en cada uno y en el mundo, para cambiarnos y renovarnos.
Mirando a Quien viene y quiere “encarnarse” algo más en nuestras vidas, reavivamos la virtud sencilla y profunda de la esperanza durante cuatro semanas antes de Navidad.
Esperanza es vivir con ilusión, optimismo; es avivar la oración, la escucha y la atención al Dios invisible que está viniendo; es caminar espiritualmente, abandonando también nuestras perezas, cansancios, rutinas, egoísmos…
Adviento es una invitación a mirar hacia al futuro, como dice el evangelio de Luc. 1,78: “pues nuestro Dios, lleno de bondad hacia nosotros, nos trae de lo alto el amanecer de un día celestial, para llenar de luz a los que viven en oscuridad…para guiar nuestros pasos por caminos de paz”
Nuestro auxilio nos viene del Señor. Esperamos en un mañana mejor, porque creemos en el Dios de las promesas.
Somos hombres de esperanza, porque sabemos que Dios, por su Hijo encarnado, está con nosotros, ha hecho alianza con el hombre y ha hecho suya nuestra causa y nuestra vida.
Por eso creemos que el mundo, que cada persona puede cambiar, puede ser mejor.
No nos resignamos pasivamente pensando o diciendo: ¡Esto no hay quien lo cambie!
Sabemos que el final no será un gran fracaso o una desilusión de muerte, porque sería el fracaso de Dios.
Vamos a avivar los rescoldos de nuestra esperanza para que caliente nuestro vivir, nuestro soñar, nuestros esfuerzos por superarnos y por superar tantas dificultades que afean la humanidad: hambre, pobreza, odios, divisiones, guerras, enfrentamientos…
¡Qué bonita es la esperanza!
Es virtud de muchos resplandores. Es humilde y delicada; es solidaria y compasiva; es gozosa y confiada; es fuerte y paciente; es vigilante y comprometida.