Haciendo zapping con el mando de la televisión me encontré con varios canales en los que una serie de mujeres, a cada cual más esperpéntica, predecían el futuro a través de las cartas del tarot a personas que llamaban por teléfono.
Me resultó curioso comprobar la tremenda verborrea de las supuestas videntes y su habilidad para crear unas fabulosas expectativas a quienes les preguntaban por su futuro, casi siempre relacionadas con desengaños amorosos, falta de trabajo e incluso con enfermedades.
Estoy segura que muchas de las personas, que llamaban, buscaban escuchar lo que necesitaban; vaticinios esperanzadores donde el amor, la suerte, el dinero y la salud iban a entrar por fin en sus vidas, inquietudes que no siempre se consiguen a corto ni a largo plazo ni todas a un tiempo, pero que, en las tremendas lagunas emocionales y espirituales que hoy padece el ser humano por sus insatisfacciones y mermada capacidad de valorar las cosas pequeñas en favor del éxito y posición social, no es capaz de aceptar que todo lleva su tiempo o que, simplemente, hay cosas que son como son, gusten o no, y que otras no son para él.
Pero como no hay mejor sordo que aquel que no quiere oír, ni necio más feliz que aquel que se cree sin dudar la mentira que otros le cuentan con vehemencia, pues lo cierto es que esos brujos y brujas de pacotilla alimentan la oreja y, por añadidura, la esperanza del infeliz, pues se consuelan con estas y otras tonterías; algo que no dejaría de ser más que meras mentiras piadosas, sin más trascendencia de no ser por el desvío que provocan en todos aquellos que ya viven de por sí desorientados.
Porque con estas pantomimas esotéricas y otras de parecido calado, lo que se consigue es confundir aún más al hombre haciéndole pasto de creencias falsas a costa de su incertidumbre, sufrimiento y demás quebrantos, alimentando a falsos maestros, gurús, curanderos…en definitiva, simples mortales que, esencialmente y existencialmente, son vulgares charlatanes que convierten la espiritualidad, el enigmático futuro y la esperanza en un mero negocio del que vivir.
Decía Martin Buber que no fue Dios quien creó al hombre a su imagen y semejanza, sino al revés, ha sido el hombre quien finalmente ha creado a Dios a su imagen y semejanza, o lo que es lo mismo, a su antojo y conveniencia.
En los momentos actuales, de tantos ídolos, iconos, supersticiones, amuletos y demás, resulta muy difícil no sucumbir al falso convencimiento de sus bondades.
Hoy más que nunca la charlatanería encuentra su espacio para vender esas panaceas curalotodo, de tal manera que las librerías están llenas de libros de autoayuda, de filosofías de maestros orientales, se crean escuelas espirituales, lugares de meditación y de terapias grupales, chiringuitos de muy diferente calado para canalizar la búsqueda de tantas y tantas cuestiones que, sin alcanzar a saber cuánto desconocemos, nos alienta a descubrirlas para ser felices.
Y mientras por un lado ocurre esto, por otro, hay continuas campañas para desmontar la fe del hombre en Dios y quitar crucifijos, se habla de estados aconfesionales, agnosticismo, laicismo…, tal vez para dejar espacio a otros semidioses o porque hemos evolucionado tanto que, en fin, hasta la fe en Dios debe adoptar otra forma y otro concepto. Toda una contradicción, ¿verdad?
Personalmente creo que el hombre está sufriendo un estrepitoso retroceso en su espiritualidad en beneficio de su propio autoconcepto, es decir, lo que cree de sí mismo, de tal manera que asume la vida con el continuo propósito de obtener lo que necesita para sí y por sí mismo. Hay a quienes, ciertamente, la vida parece darles cuanto precisan, al menos de cara a la sociedad y su modo de enfocar el éxito o el fracaso; otros en cambio, no tanto. Y, he aquí, el dilema y el hecho que tanto inquieta.
Cuando hay éxitos es fácil pensar que somos autosuficientes y no necesitamos creer, en principio, en nadie ni en nada más, sólo en nosotros mismos.
Cuándo hay fracasos, también es fácil pensar que Dios mira para otro lado, pero lo que no se suele creer con tanta facilidad es que en ninguna de esas dos circunstancias, ni en el éxito ni en el fracaso, estamos solos, formamos parte de un “todo” en el que nosotros tan solo somos una pieza del puzzle infinito de Dios.
Algunos, para ocupar ese vacío espiritual que dejan cuando abandonan la fe, que no es otro que el que provocan como consecuencia de su propia insatisfacción constante, o bien crean su propio “icono” espiritual y con ella una filosofía totalmente adaptada a sus necesidades, o bien adoptan a maestros y gurús, prestidigitadores en definitiva de la espiritualidad, a los que siguen idiotizados por la ilusión que provocan en sus expectativas y esperanzas.
Dicho esto, me temo que Martin Buber, no andaba desencaminado con su afirmación. Puede resultar controvertida para un creyente, pero hasta los mismos creyentes, a menudo, también solemos caer en la tentación de crear una imagen de Dios a la carta y a nuestro antojo.
Esto no nos hace mejor que aquellos que buscan en el Tarot respuestas, ni tampoco nos hace mejor que aquellos que buscan sucedáneos de Dios o se convierten en charlatanes espirituales.
Es necesario someternos a un auto análisis profundo de cómo vemos a Dios, cómo lo llevamos con nosotros y cómo lo hacemos presente en nuestro acontecer.
Yo creo que lo importante es “sentirlo” dentro incondicionalmente, en lo bueno que se te concede y también en la dificultad, en esto último quizá más que en lo primero, porque con la dificultad también se nos pone a prueba. La más dura, seguramente.
En este sentido, Jesús nos dio un ejemplo sublime al sufrir su Pasión. Pudo como hijo de Dios evitar tal sufrimiento, y sin embargo, sufrió la tortura mayor que ningún hombre debería nunca sufrir; morir crucificado por salvarnos a nosotros, abandonándose por completo a la voluntad de su Padre.
Cabe preguntarles a muchos de esos ídolos en los que hoy se creen, en esos videntes que supuestamente tienen el poder de ver el futuro, si serían capaces de tal sacrificio por aquellos que tan a ciegas les siguen y confían en sus predicciones y en sus palabras. Me temo que no.
Pues he aquí una respuesta a considerar. A partir de aquí, podrían surgir otras muchas como el hecho de que Jesús eligió vivir humildemente y no comerció con la fe.
Para terminar, quiero hacerlo también con un fragmento que he leído en un libro de Jorge Bucay en el que, al hablar de Dios, se plantea qué puede ser una cuestión de matices.
“Yo veo a Dios de una manera, y tú de otra.
Yo lo adoro con flores, y tú con vino.
Yo le canto, tú le rezas.
Yo le rindo culto en silencio, y tú le hablas…”
Pueden o no ser importantes los matices, cantar a Dios o rezarle, adorarle con flores o con oro en los altares, pero si lo acoges dentro de ti, hazlo de un modo íntimo, donde solo “Él” quepa y te acompañe siempre. Eso, bastará. Lo demás, supercherías y sucedáneos para los mediocres de espíritu.