Confieso que nunca me he planteado cuál puede ser el rostro de Dios. Veo que es inabarcable, todo lo comprende y en todo lugar está presente; también en la pequeña parte de jardín que contemplo desde mi ventana, y en la inmensidad del universo, que puedo vislumbrar a través de la misma ventana si levanto mis ojos al cielo.
En los evangelios, el Padre se nos presenta a través de su voz en el Bautismo de Jesús y en la Transfiguración, donde confiesa que “Jesús es el Hijo amado”.
Muchas veces lo vemos en la pintura o escultura como un anciano de cara solemne y larga barba.
El Espíritu se nos presenta en forma de paloma en el Bautismo de Jesús y como lenguas de fuego en Pentecostés.
Jesús, Dios y hombre verdadero, sí ha tenido un rostro humano, que evolucionó de bebé a hombre y que fue visto por multitud de personas. Además, se ha presentado en figura humana ante algunos santos.
¿Podemos ver nosotros el rostro de Jesús?
Intentaré contemplarlo a través de la siguiente pequeña historia, que bien haya podido suceder, aunque yo no la haya conocido:
Se dice que hace ya muchos años, en un convento de monjes, se encontraba de portero un hermano, lleno de caridad y candor; atendía a todos con inmenso cariño, ejercía plenamente la caridad.
Este hermano tenía un deseo íntimo: conocer el rostro de Jesús; y así se lo pedía cada noche en su oración antes de dormirse.
En el convento había monjes mayores y jóvenes, con barba y barbilampiños, serios y risueños. El convivir constante producía roces y exigía comprensión y perdón mutuo.
Un de ellos, en especial, exigía del hermano portero dominarse por amor a Dios, pues con las “lámparas”, que lucía en su hábito, se hubiera podido alumbrar la capilla. Otro, de barba hasta la cintura, cuando comía muchas veces parte de la sopa se deslizaba por ella hasta el hábito. Un tercero no le dejaba descansar, pues, como tenía el sueño ligero, le despertaba cada noche con un concierto de ronquidos desacompasados.
No obstante, el hermano a todos aceptaba y tenía para todos una palabra de cariño. Y, como desempeñaba el cargo de hermano portero, a lo largo del día atendía a un número elevado de personas necesitadas: un pobre que, cada día, venía a recoger un poco de comida; una joven, aquejada de tuberculosis, de tos cavernosa y constante y a quien servía el hermano portero con los mejores manjares que conseguía. Venía también a la portería un niño subnormal, que babeaba de forma continua, tenía un gran cariño al hermano portero, por lo que éste se veía lleno de babas. El hermano llevaba estas cosas con amor y cada noche, antes de dormir, elevaba su mente al Señor que un día más acababa sin haber visto su rostro.
Pasaron los años y sus hermanos fueron envejeciendo con él, lo mismo que los pobres que venían a la portería.
Irremediablemente llegó la hora a nuestro buen hermano monje. Se encontraba solo en la enfermería frente a un crucifijo. Permanecía callado, a la espera de su partida hacia el Padre.
Durante su enfermedad posiblemente había ofrecido renunciar a los que posiblemente era un capricho. En ese momento, se volvió al Cristo humillado, clavado en la cruz y, por primera vez, le presentó su queja: “Señor, yo te he servido lo mejor que he podido, he procurado hacer cuanto me has pedido. Sólo he tenido un deseo: ver, aunque fuera solo un momento, tu rostro, y no lo he conseguido; me puedes decir por qué?”
Y, sin esperar respuesta, cerró los ojos y se dispuso a descansar.
En ese momento, la habitación se llenó de una luz tenue y el monje oyó claramente la voz del Señor, que le decía: “Hijo mío eres injusto conmigo; desde la primera vez, que me lo pediste, atendí tu petición. Mira con atención, voy a volver a presentarme ante ti con los mil rostros con que lo he hecho a lo largo de estos años”
Ante el hermano portero apareció radiante el monje de “las lámparas”; había muerto hace tiempo y ahora su hábito brillaba de forma deslumbrante.
Luego apareció encorvado y envejecido el monje de la barba; éste seguía igual que siempre, pues compartía con él la vida en el convento.
El hermano, que roncaba, apareció despierto y sonriente.
La pobre encorvada, llena de vida y juventud, precisamente lo que le había faltado en la vida, apareció también ante los ojos del hermano portero, junto con la joven tuberculosa rebosante de vida. Y el niño subnormal, hecho ya un hombre, seguía babeando y le besó con autentico cariño.
El hermano portero abrió los ojos, miró el Crucifijo y entregó alegre y satisfecho su alma al Padre. Al final había visto cumplido su único deseo: ver el “rostro” de Dios.