“Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella”
(Luc. 19, 41)
Primero son las lágrimas,
manifestación de toda la ternura.
“¡Cuánto te he querido, Jerusalén!”.
Pero no hay mayor dolor
que no poder amar a quien se ama.
Jerusalén no se deja amar.
Es un pueblo que no sabe, que se cierra.
¡Si Jerusalén abriera sus puertas;
“si conociera, al menos hoy, al que trae la paz!».
Lágrimas de compasión,
porque ya no habrá paz para Jerusalén.
Señor, llora también sobre mi pueblo,
llora también sobre mí.
Yo quiero abrir todas mis puertas al amor.
No recibió a Jesús toda Jerusalén.
Esta situación hizo llorar a Jesús, no porque la ciudad le rechazara, sino porque rechazaban su propia salvación; rechazaban al Autor de la Vida y a Quien daría Sentido a sus vidas.
Rechazaban al Amor infinito, un amor que le hubiera protegido “como la gallina a sus polluelos”.
El hombre sin Dios es un desamparado.
¿Qué significa para nosotros la Semana Santa?
¿Cuántos hoy reciben verdaderamente a Jesús en su vida?
¿Para cuántos Jesús hoy es el sentido y la razón del vivir?
¿Quién abre las puertas de su corazón al Señor, que viene a abrazarlo totalmente y para siempre?