La belleza de todo lo que nos rodea, suele pasarnos inadvertida por el modo en que caminamos; siempre con la mirada al frente, en lo inmediato pero también con la incertidumbre de cuanto pretendemos ver en el horizonte del futuro, de tal manera que, aquello que nos roza levemente, que nos sale al paso sin demasiadas pretensiones, lo obviamos hasta casi ni siquiera percatarnos de su presencia.
La realidad que muchas veces nos empeñamos en ver, no es bella, más bien es opaca, gris. Nos ensombrece con sus ambiciones, sus prisas, sus envidias, afeando y machacando el paisaje que siempre viene también adornado por bellos amaneceres, animalillos, flores, sonrisas amables, manos cálidas que entregan su buen hacer…
Sin embargo, igual que ocurre con una tormenta, solo vemos los nubarrones y los estremecedores truenos y relámpagos sin pensar que por encima de esas nubes está el sol presto a asomar cuando se disipen esos nubarrones y que va a dejar una fragancia más limpia y fresca cuando todo pase.
Al hombre le ocurre que en sus “tormentas”, deja de ver la belleza de cuanto le rodea e incluso le ha sido otorgado. Ve una imagen a la que le faltan colores, texturas, aromas, sabores, melodías. En cierto modo, es cierto que se debe a la pérdida de ese niño interior curioso que todo le sorprende.
El adulto cree ser más adulto por endurecer su sensibilidad, cuando realmente, debería ser todo lo contrario; la experiencia de vida debiera provocarle un cúmulo tal de vivencias sensacionales que siempre deseara seguir alimentándose de ellas.
Pero, en cambio, sucumbe a lo superficial, a la satisfacción de un momento efímero en lugar de contemplar el misterio de la belleza de todo cuanto ha sido creado por Dios para sus ojos, para sus sentidos…o mejor dicho, para su alma.
¿Y por qué ocurre esto?…es la pregunta. En mi modesto criterio, creo que se debe a la acusada perturbación del factor tiempo. Trabajamos muchas horas para mantener nuestro ritmo de vida y nuestro estatus social, sin darnos a veces tiempo a interiorizar en nuestra alma, sin dotar a nuestra vida un tiempo sosegado donde intimar con nosotros mismos y contemplar nuestro ser dentro de un TODO.
Si es cierto que la primera criatura que creó Dios fue LA LUZ: “HAGASE LA LUZ”, sinónimo o mejor dicho, perfecta simbiosis con “LA BELLEZA”, pues sin luz, la belleza no sería visible, ni luminosa, ni radiante; quizá lo que nos ocurra es que vamos con nuestras bombillas interiores la mayoría del tiempo fundidas, y poco puede hacer Dios en nosotros si nosotros no nos detenemos a cambiar esas bombillas para ver mejor la realidad.
Dios creó un mundo lleno de criaturas, todas necesarias y todas de singular belleza si se mira más allá de la apariencia.
Hay a quién los hámster, les parecen ratones asquerosos. Pocas de estas personas se detienen un instante a contemplar su curioso comportamiento. Si los vieran, se darían cuenta enseguida de que su similitud con un ratón es pura apariencia, más allá de eso se comportan como ardillas, preocupados constantemente de aglutinar frutos secos para almacenarlos y comerlos cuando el hambre les acucie.
Ver comer a un hámster si nos despojamos de ciertos clichés y escrupulosidades, realmente es una delicia; se pone sentado sobre su parte trasera, coge un fruto y lo sostiene con sus manecillas al tiempo que da pequeños mordiscos al fruto, moviendo ligeramente sus bigotillos y orejas.
Su aseo es igualmente curioso. Tiene cierta similitud con el aseo de un gato, pasa sus pequeñas manecillas por las orejas y se frota la cara con fricción, luego, busca un lugar en el que hacerse un ovillo para dormir.
Es mucho más que esa imagen de “ratón” que muchos tienen, corriendo rápidamente de un lado a otro huidizo.
Pero somos así, de pensamientos fáciles, de comportamientos poco reflexivos y enajenados de la total observación, perezosos para investigar, vagos para pensar, ciegos para ver más allá de lo inmediato, sordos para escuchar otros criterios…
Deberíamos ser “faroles”, “ sol” entre nubes, personas capaces de brillar con luz propia e iluminar el mundo a nuestro paso, pero somos llamas de luz que al menor soplo de aire, se apagan.
Son tantas las cosas que podrían ser más bellas aún para nosotros…pero necesitamos no sucumbir tanto a lo material, y sobre todo dedicar más tiempo a la contemplación de la vida. Realmente, nos llevaríamos muchas gratas sorpresa, claro que sí.
Cuando nacimos, nuestras respectivas madres nos dieron a luz. Nos abrieron paso hacía la luz. Eso es lo que solemos decir cuando una madre tiene a su hijo tras el parto: ha dado a luz.
¿Por qué siendo esta metáfora tan bella y tan certera al mismo tiempo, con los años dejamos ver la luz a la vida, al tiempo que la llevamos apagada en nuestro interior?
Tanta creación pensada por Dios…es de absoluta pobreza dejarla en la mortecina luz de la sombra. Encendamos pues el interruptor, ese que con un clic interior hace que la luz permita iluminar la belleza de lo cotidiano, de lo diferente, de lo extraordinario, y por supuesto, de nosotros mismos.