San Juan, en su epístola y en solo tres palabras, nos la mejor definición de Dios: “Dios es Amor”, nos dice.
Ante la inmensidad, ante la infinitud del Amor de Dios, me puedo preguntar si es posible la culminación de ese Amor. Dejando claro que es fruto de ese mismo Amor, voy a intentarlo, dejando claro que expondré un pensamiento personal.
Dado que, en la Residencia en que me encuentro, soy rico en tiempo, que vivo ante el jardín en un silencio casi permanente y que veo poco la televisión, se entiende que en algunos momentos deje que la imaginación ocupe mi mente.
Imaginando por mi cuenta, me traslado al Génesis, en concreto a la creación, en el “sexto día”. En los cinco primeros días se habla en primera persona: “Y dijo Dios”…
En el sexto día, sin embargo, se pasa al plural: “Hagamos”. Me parece que el Padre quisiera contar de una forma especial con el Hijo y el Espíritu Santo.
¿Cuál es el hecho tan importante que implica a las tres personas divinas? La Biblia lo contempla: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.
Ahora entra mi visión personal: Es el Padre el que hace la propuesta; toma la Palabra el Hijo y opina que será necesario dotar al hombre de un don tan precioso como la libertad; podrá elegir entre servir al Padre cumpliendo su voluntad o dedicarse a hacer su capricho rechazando lo que el Padre le ofrezca. Habla después el Espíritu Santo, quien comenta que deberá regalarle el Amor, dotándole de capacidad de amar, así como el conocimiento del bien y del mal.
Luego, el Padre considera que el hombre no debe estar solo, debe contar con la mujer. Luego, los coloca en el paraíso; serán dueños de cuanto existe en él, excepto con la prohibición de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal…
Después del pecado, el Hijo interviene y, sin dejar de ser Dios, se hará hombre y, mediante su muerte y resurrección, hará posible la redención de los hombres. El Espíritu Santo se compromete a buscar a la mujer, que será Madre del Hijo, será María, una joven a la que el pecado no manchará, será Inmaculada desde su concepción.
En un momento de la historia de la humanidad, en Nazaret, una pequeña aldea de Israel, María recibe la visita del arcángel San Gabriel, que le anuncia que será Madre del Mesías, por obra del Espíritu Santo, será por ello Virgen y Madre.
Pasado el tiempo, María da a luz a su Hijo Jesús. Treinta años después, Jesús inicia su vida pública. En un momento concreto anuncia a la gente que les dará a comer su Cuerpo. Es una multitud, pero, ante esta noticia, que no comprenden, van dejándolo solo. Jesús, vuelto a sus discípulos, les pregunta si ellos también quieren dejarle. Pedro, en nombre de todos, confiesa que no tienen dónde ir, porque sólo Jesús tiene palabras de vida eterna.
Así llegamos al Jueves Santo, a la última Cena en la que Jesús toma pan, lo bendice y lo da a sus discípulos, porque “esto es mi cuerpo”; luego, toma el cáliz lleno de vino y lo da a beber, “porque esta es mi sangre”… Y les pide: “haced esto en conmemoración mía”.
La Eucaristía es la culminación del Amor.
¿Por qué llamo así a la Eucaristía? –Mi imaginación lo ve así: Jesús termina su intervención comunicando al Padre y al Espíritu Santo que tiene intención de continuar su presencia entre los hombres en cuerpo, alma y divinidad hasta el final del mundo. Para ello, cada vez, que un sacerdote consagra un pedacito de pan, ese pan no cambiará externamente en nada, pero se transustanciará en el Cuerpo del Señor para ser comulgado y para ser adorado en el Sagrario.
Jesús, al tomar esta decisión de esconderse bajo la apariencia de un pedacito de pan, sabía que sería vejado, pisoteado e ignorado; pero también que sería querido, visitado, adorado, que llenaría muchas vidas y comulgado con mucho amor.
Tengo el pleno convencimiento que Jesús hubiese hecho esto por un solo hombre, por el mayor pecador. Es por esto por lo que creo que la Eucaristía es la culminación del Amor de Dios.
Aquí en la Residencia tengo a Jesús-Eucaristía a menos de cincuenta metros; hago las veces de sacristán y procuro mantener encendido el cirio que indica su presencia en el Sagrario.
Así, por las mañanas y por las tardes le hago una visita.
En mi habitación pienso a menudo en Él y escribo muchas horas meditando los Evangelios y las epístolas.
Terminaré recogiendo una reflexión que de vez en cuando se me presenta:
Si, en vez de poder encontrar a Jesús a menos de cincuenta metros y en millones de Iglesias, se me anunciara que, durante diez minutos, podría charlar con Él en las antípodas, buscaría el dinero necesario, volaría durante más de un día e iría a verle.
Y pienso: ¿es que en las antípodas me iba a encontrar con Jesús de una forma diferente que en el Sagrario?
-Sé que no, que sería el mismo Jesús, quien-durante 24 horas de los 365 días del año-me espera en el Sagrario y a quien puedo comulgar en la Eucaristía.