El día doce de Junio celebra la Iglesia la gran Fiesta de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles.
Este acontecimiento no es historia, sino presencia: El Espíritu del Señor es “el alma” de la Iglesia y el huésped invisible de cada creyente. “mora en vosotros y en vosotros está” (Jn 14,17)
“Cristo es el Dios encarnado. El Espíritu es Dios entrañado, Dios derramado en nuestras entrañas; como el un-güento que penetra, como el agua que se bebe, como el aliento que se respira”.
Él no nos abandona, a no ser que nosotros no le hagamos caso, o que vivamos desde otros “espíritus”.
San Pablo escribió: “No apaguéis la fuerza del Espíritu” (1ª Tes. 5,19). “¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él» (1ª Co 3,16-17; 6,19-20).
Nuestra unión con el Espíritu del Señor es mayor que la de colaboradores o compañeros, de amigos o esposos, es unión de comunión, de transformación, de fusión, sin llegar a con-fusión.
Toda nuestra vida creyente debería ser un sintonizar con la sinfonía del Espíritu en nuestra intimidad; con su energía espiritual, su consuelo y aliento.
“El Espíritu Santo… os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26)
La historia de Jesús podría parecer muy vieja -bimilenaria-, pero no es así, porque el Espíritu nos la actualiza, nos la hace revivir. Desde el Espíritu Jesús vivirá en nosotros; sus palabras y signos siguen vivos, su muerte y su resurrección son actuales. El Espíritu nos hace ser “con-temporáneos de Jesús” o hace a Jesús contemporáneo nuestro.
El Espíritu nos recuerda a Jesús. Pero no se trata de unas memoria fría, como la de quien escribe un libro de historia, sino de una memoria viva. Nos recuerda a Jesús, nos lo hace pasar por el corazón, no sólo por la mente; nos re-cor-dará sus palabras, y nos explicará su sentido; y nos desvelará el misterio de nuestra existencia y de nustros acontecimientos.