Sentado en la mesa de mi cuarto, frente a la ventana que se abre al jardín, pensaba yo qué podía escribir sobre la parábola de los talentos y se me ha ocurrido un cuento, cuya moraleja comentaré al final.
En los tiempos ya lejanos, en un país imaginario, vivía un rico hacendado, padre de cuatro hijos, que se vio obligado a realizar un viaje. Previendo que éste se podría prolongar alrededor de unos años, reunió a su familia y les comunicó su ausencia y lo que quería que hicieran mientras estuviera fuera. Pondría a cargo de cada uno de ellos una parcela de su propiedad. Al volver, éstos le darían una cuenta exacta de su gestión.
Su hijo mayor, Juan y su esposa, María, se encargarían de los campos de cereales: sembrarían, recolectarían, fabricarían harina en el molino y negociarían con ello.
Pedro y Carmen, el segundo matrimonio, se dedicarían a cuidar frutales, muy abundantes, los abonarían, los segarían y recogerían la cosecha, procurando sacar el mayor rendimiento a su labor.
El matrimonio compuesto por su hijo Andrés y Luisa cuidaría la viña, podándola, sulfatándola y, finalmente, venderían la uva o la dedicarían a elaborar vino.
Antonio y Elvira se harían cargo de la granja avícola: darían de comer y beber a las gallinas, venderían los huevos y, al final, le rendirían cuentas.
El padre partió de viaje y cada hijo se dedicó a su trabajo: Juan aró sus tierras y sembró el grano en ellas. De vez en cuando daba una vuelta por ellas, arrancaba las malas hierbas y ponía sus ojos en el cielo en busca de unas nubes que descargasen su agua sobre la tierra sedienta.
María, su esposa, cuidaba de la casa y la familia y, en las largas noches de invierno, al amor de la lumbre, comentaba las mil incidencias del día, cómo sus hijos iban creciendo y algunas cosas buenas de sus vecinos.
Juan y María veían con cierta frecuencia a sus hermanos, dedicados cada uno a sus propias labores…, y los días se deslizaban felices. De carácter generoso, este matrimonio solía visitar a algún vecino enfermo o a aquellas familias en que sabían que existía alguna necesidad.
Pedro y Carmen, por su parte, se hicieron cargo, encantados, de su trabajo. La parcela que les había correspondido era una tierra rica en nutrientes, llena de árboles frutales plagados de flores multicolores, que aparecían en primavera y producían una serie de productos dulces y ácidos, de acuerdo con la clase de árbol que se tratara, pero siempre generosos.
Araron y abonaron el campo, quitaron las malas hierbas y, aprovechando que era terreno de regadío, cuidaban que no faltase el agua en su huerto. Se preocupaban permanentemente de los bienes que su padre había puesto en sus manos.
Por las tardes y noches de invierno comentaban, al amor de la lumbre, los resultados de su trabajo y concluían que, de alguna forma, habría que guardar parte de lo recogido para ponerlo a disposición de su padre, cuando regresara del viaje.
Andrés y Luisa veían cómo las viñas iban echando sus pámpanos, pues las habían podado con esmero; se sentían orgullosos de su trabajo bien hecho; les preocupaba el hecho de que su padre era un hombre exigente, aunque bueno, y querían entregarle una buena parte de la cosecha, cuando volviera.
Pensaban que Juan y María eran en exceso generosos, ayudaban a todos y no se preocupaban de que, al final, tendrían que dar cuentas a su padre.
Pedro y Carmen eran más prudentes, pero también pecaban de generosos; estaba bien preocuparse un poco por los vecinos necesitados, pero hasta un límite.
Antonio y Elvira se preocuparon de forma especial en la construcción de un almacén donde guardar los huevos, querían que, cuando volviera su padre, no faltara uno solo. Comentaban los derroches de Juan y Elvira, la generosidad más controlada de Pedro y Carmen y cómo Andrés y Luisa no sabían administrar de forma adecuada su hacienda. Los únicos que se salvarían serían ellos, que no habían regalado ni siquiera un huevo.
Pasó el tiempo y vino sobre aquella tierra un grave período de escasez. La lluvia llegó a destiempo, los fríos no dejaron brotar bien el grano, el pedrisco azotó el campo. La miseria se cernió sobre la zona.
Juan y María fueron de los agricultores afortunados a quien afectó menos aquella situación, pudieron colectar la cosecha y almacenarla. Pronto fueron presentándose en su casa diez vecinos menos afortunados rogándoles ayuda. Juan y María dividieron lo que tenían en once partes, se quedaron con una y repartieron las otras diez.
Pedro y Carmen recogieron la fruta; a ellos acudieron otros diez vecinos en busca de ayuda. Pero, decidieron ayudar sólo a cinco; pensaron en crear una reserva para presentar algo al padre y asegurarse que no les faltara nada y, si sobraba, mejor.
Andrés y Luisa recogieron solo la quinta parte de cosecha; el resto lo dejaron en las cepas. Sólo tres vecinos disfrutaron de una generosidad más bien escasa.
Antonio y Elvira almacenaron todos los huevos, así el padre encontraría que habían guardado todo.
Regresó el padre y se reunió con los hijos.
Juan, el mayor, presentó a su padre los graneros vacíos; todo lo había dado. El padre calló.
Pedro lo llevó al huerto con la decepción de que la fruta estaba por los suelos sin servir parar nada.
Andrés llevó a su padre a la viña, el sol había abrasado muchas cepas.
Antonio se mostró más satisfecho, había guardado todos los huevos, pero, al llegar, el hedor a huevos podridos les impidió entrar.
Regresaron y, a la puerta de la casa de Juan, había diez vecinos con sus carros cargados de sacos de harina, querían darle el doble de lo que habían recibido; cinco vecinos devolvieron a Pedro diez cargas de frutas y dos vecinos devolvieron a Andrés cuatro capazas de uvas.
El padre alabó la generosidad de Juan y le entregó, además de los campos, la granja agrícola. A Pedro entregó el huerto y a Andrés la viña.
Luego, vuelto a Antonio, le echó en cara su desconfianza y su falta de generosidad. Todo lo había perdido.
El Espíritu Santo nos regala diferentes dones, no para nuestro disfrute, sino para compartirlos.
Aquellos que nos reservemos, al final, los habremos perdido; a los que compartamos nos devolverán el ciento por uno, aquí en la tierra y una cantidad sin medida, en el cielo.