¡Y se acabó el mundo! Y todos, también usted, hacíamos cola esperando entrar (toquemos madera o… mejor, toquemos corazón) en el reino de los cielos…
El caso es que unos días antes, el Señor había mandado una nota informativa a cada uno de sus hijos, en la que, además de avisar del fin del mundo, señalaba, en apenas dos líneas, lo que cada persona debía llevar: una maleta de mano (no especificaba los kilos) que contuviera lo más valioso que cada ser humano tuviera…
Ya se pueden imaginar, por la cinta mecánica pasaban miles y miles de maletas que, al llegar al centro de operaciones, los apóstoles, dirigidos por Tomás (el de si no lo veo, no lo creo) y a través de un escáner, comprobaban la mercancía…
Las caras de los discípulos pasaban, en segundos, de un estado a otro. A veces no podían contener la risa, otras, se miraban con cara de “esto no puede ser” y en la mayoría de las ocasiones la mano sobre la boca delataba su aburrimiento…
Y es que había objetos de todo tipo:
Personas que, seguramente, no habían oído jamás hablar del joven rico y se habían apresurado a llenar sus equipajes con numerosas joyas, unas de valor sentimental que habían pasado de generación en generación; otras, las más, de valor real, bañadas en oro, plata o diamantes…
También los papeles abundaban por doquier, papeles de todo tipo, desde cheques con numerosos ceros hasta nominas casi millonarias pasando por las famosas escrituras y herencias…
Otro grupo de personas se habían decantado por sus logros personales y sus bolsos venían llenos de diplomaturas, licenciaturas, premios, ascensos, condecoraciones…
También los había que, no sabemos si con buena o mala intención, se habían presentado a las puertas del cielo con rosarios, estampas, novenas y todo tipo de artilugios religiosos…
Incluso, los menos, llevaban en sus equipajes el número de misas, bautizos, bodas, funerales y demás sacramentos que habían oficiado a lo largo de sus vidas…
La verdad es que, llegados a este punto, se estarán preguntando dónde iban a parar tal cantidad de cosas y, sobre todo, qué objetos agradaban al Señor permitiendo a sus dueños alcanzar la vida eterna…
Pues bien, todos los objetos iban a una enorme pila (todo hacía indicar que serían pasto de las llamas).
Y en cuanto a las personas, éstas iban ocupando los asientos de un enorme estadio (setenta veces siete el Nou Camp o el Bernabeu) que era el lugar escogido para hacer las veces de antesala del reino de los cielos…
Y es que el Señor quería que todos pudieran contemplar lo que portaba en su maleta el último de sus hijos (tal vez por eso de que los últimos serán los primeros o tal vez porque lo bueno se hace esperar).
El caso es que la expectación estaba servida.
Así que cuando apareció la última maleta y los apóstoles la condujeron al centro del campo, el estadio enmudeció…
Aunque eso no fue nada para lo que vino a continuación.
Cuando todos esperaban con impaciencia el tesoro más valioso del último habitante del mundo, del interior de la maleta salió un niño (sí, sí, un niño, pero no se fijen en la edad; os aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él) cuyo tesoro más preciado era sencilla y extraordinariamente… ¡¡Él!!
Y como en esta historia, como comprenderán, sobra la moraleja, acabo diciéndoles que el que tenga oídos que oiga, el que tenga corazón que sienta y el que tenga una maleta… ¡que tome nota!