Si estuviéramos contentos de ti, Señor,
no podríamos resistir a esa necesidad
de danzar que desborda el mundo,
y llegaríamos a adivinar
qué danza te gusta que bailemos
siguiendo los pasos de tu Providencia…
Porque pienso que debes estar cansado
de gente que hable siempre de servirte
con aire de capitanes;
de conocerte con ínfulas de profesor;
de alcanzarte a través de reglas de deporte;
de amarte como se ama un viejo matrimonio.
Y un día que deseabas otra cosa
inventaste a San Francisco
e hiciste de él tu juglar.
Y a nosotros nos corresponde dejarnos inventar
para ser gente alegre que dance su vida contigo.
Para ser buen bailarín contigo
no es preciso saber adónde lleva el baile.
Hay que seguir,
ser alegre,
ser ligero y, sobre todo,
no mostrarse rígido.
No pedir explicaciones de los pasos
que te gusta dar.
Hay que ser como una prolongación ágil
y viva de ti mismo
y recibir de ti la transmisión
del ritmo de la orquesta.
No hay por qué querer avanzar
a toda costa,
sino aceptar el dar la vuelta,
ir de lado,
saber detenerse y deslizarse
en vez de caminar.
Y esto no sería más que una serie
de pasos estúpidos
si la música no formara una armonía.
Pero olvidamos la música de tu Espíritu
y hacemos de nuestra vida un ejercicio
de gimnasia;
olvidamos que en tus brazos se danza,
que tu santa voluntad
es de una inconcebible fantasía,
y que no hay monotonía ni aburrimiento
más que para las viejas almas
que hacen de inmóvil fondo
en el alegre baile de tu amor.
Señor, muéstranos el puesto
que, en este romance eterno iniciado
entre tú y nosotros,
debe tener el baile singular
de nuestra obediencia.
Revélanos la gran orquesta
de tus designios,
donde lo que permites toca notas extrañas
en la serenidad de lo que quieres.
Enséñanos a vestirnos cada día
con nuestra condición humana
como un vestido de baile,
que nos hará amar de ti todo detalle
como indispensable joya.
Haznos vivir nuestra vida,
no como un juego de ajedrez
en el que todo se calcula,
no como un partido en el que todo es difícil,
no como un teorema que nos rompe la cabeza,
sino como una fiesta sin fin
donde se renueva el encuentro contigo,
como un baile, como una danza
entre los brazos de tu gracia,
con la música universal del amor.
Señor, ven a invitarnos.
Madeleine Delbrel