La Navidad, si se sabe encontrar su auténtico sentido es un tiempo donde la alegría debe brotar de muy dentro, sobre todo para los cristianos. Sin embargo, para muchos resulta que se convierte en un tiempo de hastío, de compromisos, de celebraciones con el agravante del «porque sí»; y todo porque se sucumbe a la ostentación, a los brillos de lo superficial que, lejos de hacernos sentir bien, ilusionados con la Navidad, nos provoca ansiedad y desasosiego.
Al tiempo de escribir estas líneas de hoy, sacaba de unas cajas las bolas y espumillones de Navidad para decorar mi tienda. Creedme que no lo hago para tener más gancho comercial en estas fechas, sino porque entiendo que, debo manifestar mi alegría cristiana, tanto en mi casa como en mi trabajo; pero en fin, al margen de esta explicación, se me ocurrió al tiempo de ver las bonitas bolas de navidad, un cuento que voy a contaros.
Lo he titulado:
«Las pequeñas bolas de Navidad»
Eran los días previos a la Navidad en un pueblo medianamente grande; cuando en una pequeña tienda de juguetes y regalos se preparaban para ofrecer a sus clientes todos esos motivos navideños con los que decorar sus hogares.
En las cajas más nuevas acababan de llegar adornos modernos con mucha brillantina y colorido, en otras misterios del nacimiento de Jesús con figuras de resina y de gran tamaño ataviados con bonitos ropajes, y, naturalmente, árboles de navidad de colores diversos a los que, ¡lo que son las modas!, le iban que ni pintadas unas bolas de Navidad que eran lo último en decoración navideña.
En un rincón del almacén de la tienda, había otras cajas con bolas antiguas, algunas brillaban jubilosas al ver de nuevo la luz, pero había unas pequeñas bolas, seis nada más, que parecían haberse quedado antiguas, o, como se suele decir comercialmente, descatalogadas.
En la pequeña esfera, sobre un fondo ocre, aparecía dibujado el nacimiento con sus cinco figuritas diminutas: un niño Jesús entre pajas, María y San José acurrucados a su lado y la mulilla y el buey asomando por detrás. No tenían brillo, sólo esa imagen, pero en su sencillez tenían tal encanto que por sí mismas inspiraban la Navidad.
Pero como suele ocurrir con las cosas pequeñas, al ser únicamente seis bolas, no parecían tener demasiadas posibilidades para decorar un árbol navideño, menos aún cuando eran árboles todos muy grandes y frondosos. Así pues, acabaron en un estante alto de la tienda con el aparente destino final de seguir acumulando polvo.
Las seis pequeñas bolas, resignadas, fueron viendo cómo todos los adornos más modernos fueron saliendo jubilosos de la tienda de regalos. Una de las bolas, siempre hay quién termina siendo el más intrépido, dijo a las demás: Compañeras, tenemos que hacer algo. No puede ser que nosotras, teniendo dibujado el misterio de la Navidad, estemos aquí acumulando polvo.
Otra bola, siempre hay alguien que termina viviendo resignado, dijo: ¿Y qué quieres que hagamos, a ver, es que nos ves que las demás bolas son más bonitas que nosotras?
Una tercera bola, siempre hay alguien con gran diplomacia dijo: A mí no me gusta estar en este estante acumulando polvo, y es verdad que las otras bolas son más modernas, las dos tenéis razón.
Pero no aportó ninguna idea. Las otras tres bolas (siempre termina habiendo un grupo indeciso que espera que otros decidan) miraban a la bola más intrépida.
Y la pequeña bola valiente, empezó a rebullirse en la caja, golpeando a las demás: Pero, ¿qué haces, loca?, nos vas a tirar a todas del estante y encima nos vamos a estropear, dijo la bola resignada.
Las tres bolas indecisas empezaron a dejarse llevar por la inercia del movimiento mientras que la bola más diplomática susurraba: Calma, muchachas, calma…
Finalmente, la fricción de la bola más intrépida consiguió que todas se agolparan en la caja y salieran despedidas del estante contra el suelo, rebotando contra el suelo una por una hasta colocarse, de forma casi milagrosa, en una cesta que había en el mostrador con espumillones de colores.
Lo más curioso de todo fue el modo en el que todas quedaron colocadas en la cesta, bueno todas menos una, que ya imaginareis quién era; pues sí, la bola resignada, efectivamente. Todas menos ella quedaron con el dibujo del nacimiento de frente, algo que resultaba muy propicio junto a los espumillones, porque la imagen quedaba perfecta en aquella cesta navideña.
A la media hora, más o menos, o eso calculó la bola intrépida tras escuchar al cuco del reloj que había colgado en una pared de la tienda, entraron a comprar dos hermanos mellizos con su madre.
Después de curiosear aquí y allá entre los juguetes y los regalos de la tienda, repararon en la cesta con las bolas. ¡Mira mamá¡, exclamaron los dos al mismo tiempo, ¡ qué bolas más raras, no brillan y tienen un dibujo!.
La madre, a la que, por cierto, le gustaban mucho las cosas con cierto toque antiguo, reparó en ellas con sorpresa. ¡Anda¡ , dijo, si yo tuve unas bolas como esas. Y, sí, tenían el nacimiento dibujado. Ilusionada con el hallazgo, la madre preguntó: ¿Cuánto cuestan estas cinco bolas de Navidad?
El dependiente, confuso, contestó: Pues, déjeme ver. Umm, ¿ cinco bolas?…
Y moviendo la cesta, la sexta pequeña bola con el nacimiento dibujado, apareció deslumbrante como las demás.
Uy, son seis bolas iguales. Pues si le gustan, se las regalo porque son las últimas que me quedan. El dependiente no se explicaba cómo habían llegado hasta allí esas pequeñas bolas de Navidad, y hasta a él mismo le gustaron porque de pronto se dio cuenta que de todos los adornos eran las más representativas de la navidad. Por eso, decidió regalarlas y no venderlas como, tal vez, hubiera podido hacer; pues, al fin y al cabo, era una tienda de regalos y de juguetes y la gente iba allí a comprar.
La madre con los dos mellizos, ilusionada decidió comprar un arbolito pequeño para colgar las bolas que acaba de hallar como un bonito recuerdo de su niñez. ¿Qué os parece niños si ponemos este arbolito con las bolas junto al nacimiento?
Y los mellizos, contentos con la idea dijeron: Si, sí…además son bien chulas; se dijeron entre sí al unísono. Las pequeñas bolas, jubilosas, se agolparon de nuevo en una caja. Cuando la oscuridad las ocultó al cerrar la caja y ser introducidas en una bolsa de compra, la bola resignada, acariciando con un leve roce a la bola intrépida, susurró: Gracias, compañera. Me siento dichosa. Había perdido la esperanza de mostrar la navidad…
La bola diplomática, en su habitual sobriedad, también susurró: Sabía que podía confiar en ti… Las otras tres, a coro, silbaron una cancioncilla: Por ser una chica excelente, la la la la la la…
La bola intrépida, dichosa y muy satisfecha, le dijo: Nunca olvidéis, estemos donde estemos, y coloquen dónde nos coloquen, que la Navidad, somos cada una de nosotras.
Y juntándose aún más en la caja, las seis pequeñas bolas, con la imagen del nacimiento de Jesús dibujado en ellas, se dieron calor mutuamente para luego resurgir y lucir jubilosas por Navidad en el hogar que las acogieron, cumpliendo así la misión para la que fueron creadas.
Amigos lectores, poco más quiero añadir a estas líneas, pues, como bien suelen servir los cuentos, la moraleja está implícita.
Podemos ser bolas de Navidad intrépidas e ilusionantes; podemos ser bolas diplomáticas, resignadas o llevadas por la inercia de los demás…en cualquier caso, la navidad, no lo dudéis, siempre será aquello que nosotros queramos que sea con la gracia de Dios.
¡FELIZ NAVIDAD A TODOS Y QUE LA ALEGRÏA Y LA PAZ INUNDE VUESTROS HOGARES!