¿Se puede mirar la cruz con una mirada positiva?
Indudablemente, sí, siempre que se mire desde la fe y se acepte con amor, por amor y desde el amor.
Sería un grave error considerarla como castigo que Dios nos manda por haberlo merecido o como una carga no merecida. Nada hay más lejos de la realidad.
Sí hay una cosa cierta: siempre contaremos con gracias suficientes para poderla llevar con paz.
La cruz va apareciendo a lo largo de la vida de diversas formas: muertes de seres queridos, enfermedades, desengaños…
Sólo desde la fe, el convencimiento de que Dios nos ama de una forma infinita y la aceptación de su voluntad, nos permitirá hacerle frente, sabiendo que puede ser una fuente inagotable de gracias que irán a enriquecer el Cuerpo místico de Cristo.
Pienso que si se nos diera la oportunidad, por parte del Padre, de entrar en la «tienda» en que se encuentran todas las cruces del mundo, dejando entre ellas la nuestra, y se nos pidiera que eligiéramos la que queríamos llevarnos, saldríamos con la que habíamos llegado.
Hay una razón para ello, tendríamos el consuelo de contar con un «cirineo» infinito: el Espíritu Santo.
Cuentan que Santa Teresa, a la que el Señor no le había ahorrado sufrimientos y enfermedades, le comentaba a Jesús: «Señor, si así tratas a los amigos, comprendo que tengas tan pocos».
Una cosa es cierta, a nadie le apetece sufrir por el simple hecho de padecer, eso sería masoquismo; pero se puede y se debe aceptar plenamente por amor.
La cruz de Jesús y, luego la de María, la criatura más próxima a Dios y tantos santos que sufrieron en sus vidas enfermedades, desprecios e injusticias fueron soportadas con paciencia, sin perder en ningún momento la paz y aceptándolos como Voluntad del Padre.
Recorriendo la Biblia encontraremos multitud de cruces en personas que las aceptan por servir a Dios. Nos podemos detener e Abrahán. Dios le promete un hijo, que hará posible que se cumpla la promesa que le ha hecho: que sería padre de multitud de pueblos. En su vejez Sara queda embarazada y nace Isaac.
¡Con qué ilusión lo vería crecer Abrahán! Pero, un día éste se encuentra con una petición de Dios, que caería sobre él como un peso sin medida, el Señor le pide que «tome a su hijo único, a su querido Isaac, y vaya al país de Moria y se lo ofrezca allí en sacrificio, en unos de los montes que le indicara».
Abrahán se pone en marcha, guarda la cruz en su corazón, no se desahoga con Isaac. Cuando éste le hace ver que falta el cordero para el sacrificio, Abrahán se limita a decir: «Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío».
Y así sucede; cuando Abrahán levanta el cuchillo sobre Isaac, puesto en el altar, un ángel para su mano y Abrahán encuentra próximo un carnero.
En los salmos se contemplan las oraciones y súplicas a Dios de los que sufren en la cruz.
Así en el salmo 102 encontramos: «Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti; no me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí, cuando te invoco…«
En el salmo 91 se ofrece el refugio del Padre ante la cruz: «Se puso junto a mí: lo libraré…me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación…«
María vuelve a Nazaret, después de estar tres meses con su parienta Isabel, quien, después de haber llevado largo tiempo de la vida la cruz de la esterilidad, ha sido madre, «porque para Dios nada hay imposible«.
En Nazaret, María se encuentra con José. La gente felicita a los dos por el estado de buena esperanza de María, pero pesa una cruz sobre José embarazada sin su cooperación. Y un ángel manifiesta que el hijo que espera María es obra del Espíritu Santo y José no duda en recibirla en su casa.
Jesús entra con sus discípulos, en la ciudad de Naín, y se encuentran con el entierro de u joven, hijo único de una viuda, que iba detrás del féretro soportando el dolor y la cruz; le espera una situación difícil en su vejez.
Jesús se compadece de ella y resucita al hijo; la cruz se transforma en alegría desbordante.
Confieso que me llama la atención el encuentro de Jesús con el paralítico en la piscina de Betesda.
Cada cierto tiempo un ángel baja y remueve el agua de la piscina y el primer enfermo que entra en ella, se cura.
Jesús pregunta al paralítico si quiere curarse y éste le cuenta que lleva treinta y ocho años intentándolo, pero carece de alguien que le empuje, así, aunque se encontrara al borde de la piscina, siempre haya alguien que se le adelanta.
Jesús cambia su cruz por la alegría de la curación.
Si busco el momento en que Jesús tiene que soportar la mayor cruz, me quedaría con oración en el huerto.
Jesús y sus discípulos han terminado la Última Cena y se dirigen al huerto de los olivos; deja, a la entrada, a la mayoría de ellos y se adentra con Pedro, Santiago y Juan; a quienes les pide que no se duerman y le acompañen en su oración.
Jesús se aleja un poco y entra en un sufrimiento tal que suda sangre.
Durante horas pide al Padre que si es posible pase de él la copa de amargura que le presenta; pero que no se haga lo que Él quiere, sino la voluntad del Padre.
Si paso revista a mi vida veo cómo la cruz me ha acompañado en muchas ocasiones, con un hecho cierto, cuanto mayor ha sido el peso de la cruz, he encontrado una ayuda más tangible del Espíritu Santo, quien, como «buen cirineo» ha cargado con casi todo el peso de la cruz.
He vivido las Navidades más profundas cuando las he pasado solo en la Residencia de la Armada de Madrid.
Esas Nochebuenas que deberían ser cruces para mí, se transformaban en una vivencia muy personal durante la misa del gallo. En ella ayudaba al sacerdote y hacia yo las lecturas correspondientes. En esa Misa era consciente que volvía a asistir al Nacimiento del Niño con María acostándole en el pesebre y teniendo ocasión de besarle los pies al terminar la misa.
El funeral de mi madre no fue para mí una cruz, sino un gran consuelo. En él me planteé el juicio personal que le había tocado vivir y veía que, ante ella, había una gran balanza con una característica muy especial: el platillo de la derecha era muy grande y el de la izquierda era pequeño; en el platillo grande se encontraban todas sus buenas obras y en el pequeño lo que no había hecho bien. La balanza caía con fuerza hacia la derecha. El Señor completaba la obra dejando caer en el platillo de la derecha el peso de su Amor.
Terminaré con una reflexión: Hoy, volviendo los ojos al pasado ya largo, veo que lo que a mí me parecían cruces, a veces muy pesadas, se volvían, pasado el tiempo, en unos hitos positivos en mi caminar hacia el Padre siguiendo a Jesús, aceptando la voluntad del Padre.