1. El tiempo es vida interminable:
Al empezar un nuevo año, todas nuestras esperanzas y buenos deseos, se concentran en Jesús; en él están nuestro gozo interior y nuestra paz.
No importa cómo sean las circunstancias ni los acontecimientos; no hablamos de buena o mala «suerte», como suelen decir algunos.
Para un creyente el tiempo está lleno de la presencia y providencia de Dios hecho hombre: Jesucristo.
Quien vive la Navidad cada día, quien siente la «encarnación» de Dios en su vida, se siente salvado y lleno de vida, porque Cristo es el «Camino, la Verdad y la Vida«.
Cada vez que, con toda el alma, con todo nuestro ser ponemos los ojos en Cristo, nos renace una nueva vida. Lo dijo Él: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» ( Jn 10,10).
Y se trata no de una vida cualquiera, sino de vida eterna:
«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» ( Jn. 3,16) Siempre que empieza un año nos preocupa el paso del tiempo, y nos asusta hacernos mayores. De ahí, el afán de quitarse años y disimular, como sea, los signos del tiempo que pasa.
Ser siempre joven, ese es el sueño de todos, por lo que significa de fuerza, encanto, salud y belleza.
Pues ésta es la «buena noticia»: que Jesús es el Salvador, también del tiempo y de la muerte.
¡Qué maravilla!
2.- Injerto de juventud:
Dice el teólogo K. Rhaner, que Jesús es para la humanidad: «un injerto triunfal y definitivo de la eterna juventud».
En Cristo «estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4) Jesús estuvo siempre lleno de vida, la irradiaba y la contagiaba con su toque de gracia. Y cuando Él mismo aceptó la muerte, siendo joven, y venció la muerte, resucitando más joven, ya siempre joven.
El injerto de eterna juventud dio el primer fruto espléndido en la humanidad resucitada de Cristo.
Pero todo el que cree en Jesús recibe también este mismo injerto. Jesús no se cansa de repetir que Él ha venido para que tengamos vida, se presenta a sí mismo como el pan vivo: «Yo soy el pan de la vida… Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre» (Jn.6,48).
Jesús promete que todo el que coma su pan eucarístico no muere, vivirá siempre. El que come a Cristo, se injerta en él y vive en él, y se llena de vida nueva, de su vida, para siempre.
3.-Eres joven, si te das; viejo, si te cierras:
Eres joven, siempre serás joven. Para ello, no te fijes en «el vaso de barro» que llevamos o que nos lleva. Fíjate en la vida que brota de dentro.
Dijo Jesús a la samaritana sentado junto al pozo de Jacob: «el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed, el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn. 4, 14)
Si oyes, si sientes, si experimentas dentro de ti esa agua cantarina de Cristo, que produce alegría, confianza y ganas de amar, eres joven.
Si oyes dentro en ti el rumor de la voz divina que te dice que eres hijo querido, que el Padre del cielo te quiere y te espera, eres joven.
Si sientes deseos de hacer tuyas las alegrías y las esperanzas de todos, y de compartir los sufrimientos y tristezas de los demás, eres joven.
Y si tienes afán de crecer, de superarte, de darte más, eres joven.
Esos son algunos de los signos de la vida resucitada, de la eterna juventud de Cristo.
Si, por el contrario, vives en tu mente y sentimientos palabras desesperanzadas, eres viejo.
Si no haces más que mirar hacia atrás, si no eres capaz de superar las desilusiones o el resentimiento, eres viejo.
Si te vas cerrando en ti mismo, si todo lo ves oscuro, si empiezas a vestir de negro tu alma, si te jubilas de la vida y no tienes ninguna clase de proyectos, entonces eres muy viejo.
Año nuevo, vida nueva. Jesús nos la hace posible. Vida nueva. Vida renovada, más vida.
Buena noticia: el que resucitó a Lázaro muerto, puede rejuvenecer a cualquiera que se sienta con problemas.
Sólo tienes que acercarte a Él, que es ¡Eterna Juventud!, y creer en Él, vida divina, y vivirlo desde la oración y los sacramentos.
En la medida en que sientas y vivas a Jesús, te irán desapareciendo las arrugas del alma.
En vez de medicinas y operaciones estéticas, únete, empápate de Jesús.
4.- Contempla al Niño nacido en Belén:
Empieza el nuevo año a los ocho días de la Navidad. Es como decir que todo empieza de nuevo en el octavo día. Si el séptimo día Dios descansó, el octavo empezó a recrearlo todo.
Ni la Navidad ni la Pascua pueden agotarse en un día Queremos seguir meditando, gustando, viviendo todas las dimensiones del nacimiento de Dios o de su resurrección gloriosa.
Que la Navidad no se termine nunca y que también sea siempre Pascua.
A lo largo de este nuevo año nos podemos dedicar a estudiar, a conocer y vivir toda la doctrina y vida del Niño, nacido en Belén, que se nos ha dado. A ver si acabamos de aprenderlo de memoria. Como María.
Mira, en primer lugar, qué pequeño se ha hecho Dios.
Jesús, que se hizo niño pequeño, estaba bien capacitado para pedirnos que nos hiciéramos niños y pequeños, de manera que «no os estiméis en más de lo que conviene» (Rom. 12, 3); de manera que «consideréis siempre superiores a los demás» (Filp 2,3).
Contempla el brillo de su pobreza.
¿Qué querrá enseñarnos Dios al nacer en un establo?
¿Quién podrá hoy reconocer al Hijo de Dios en un niño de la calle?
¿Qué reacción suscita hoy en nosotros la noticia de tantos niños pobres?
Cuando sientas deseo de consumir, avaricia, apego a las cosas, no dejes de meditar aquello de: «Siendo rico, por nosotros se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8, 9).
Cuando seas más pobre, entenderás mejor el misterio de la Navidad y amarás más a los pobres.
¡Qué mundo tan distinto si todos los que celebramos la Navidad y creemos en Cristo viviéramos sencillamente y preocupados por los pobres!
5.- El corazón de la paz
Medita, por fin, el título que se da a este niño, del que se dice que es «Príncipe de Paz» (Is 9, 5); Él es «es nuestra paz» (Efes. 2,14).
Jesús ha nacido desarmado, no viene para rivalizar con nadie. «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi gente habría combatido» (Jn 18, 36) Él viene a desarmar a los hombres, a derribar los muros que les separan, a enseñarles el perdón, a vencer la enemistad, a unir y pacificar.
«Dichosos los que trabajan por la paz».
Tenemos que empezar por pacificarnos nosotros mismos en nuestro interior y en nuestra vida.
La paz la deseamos todos, porque es semilla que Dios ha sembrado en el hombre y es un don de la Navidad.
Pero esta semilla no la cultivamos con la dedicación necesaria. La paz exige mucho cuidado. Brotan enseguida las malas hierbas de la violencia, el resentimiento, el odio, venganzas…
Quita esas malas hierbas y llena tu corazón de paz. Sólo así podrás contagiarla e irradiarla.
Hay trabajar por la pacificación de las familias, empresas, pueblos, Estados…
Esta paz se consigue desde la justicia y desde el amor.
La Navidad es «la Palabra se hizo carne» (Jn. 1,14).
Ojalá que nuestra Navidad no se quede en solas palabras.