Este lienzo atribuido al Greco durante mucho tiempo, hoy se considera de autoría desconocida, acaso de un artista de su taller que estaba influenciado de alguna manera por los recursos del arte del cretense.
Podemos contemplar actualmente este retrato en la Casa Museo del Greco en Toledo, situada en el barrio de la judería, junto a la Sinagoga judía del Tránsito.
¿Por qué esta ubicación? Las leyendas señalan que en esta casa tenía su residencia el marqués Enrique de Villena, poderoso protector y mecenas de figuras sospechosas de herejía; un hombre sabio, natural de Cuenca, astrónomo, químico, médico, políglota que pasaría a la historia como un nigromante que en su casa practicaba hechizos y rituales satánicos; sus vecinos le inculpaban de escuchar durante la noche ruidos de cadenas y creían divisar luminarias que subían desde los sótanos de esta vivienda; se decía que había aprendido estas artes de Asmodeo (Satán) a lo largo de siete años al precio de esclavizar a algunos de sus pupilos.
El maestro Juan de Ávila tuvo que cargar durante años de su vida el sambenito de fomentar acciones y actitudes heréticas, según el dictamen de algunos miembros de la Inquisición española. Esta podría ser una posible explicación de la presencia de este retrato en esta casa que con el tiempo iba a ser declarada Casa Museo del Greco.
Pudo ser una pintura devocional para el pueblo en alguna de las iglesias toledanas o destinada a alguna institución religiosa; o con mayor probabilidad un cuadro propiedad de algún notable toledano, que pretendía exaltar la figura de este hombre bueno castellano, con cuya doctrina y modelo de vida estuviera muy familiarizado.
El Greco en la última fase de su producción pictórica manifestó un vivo interés por el género de los retratos individuales, acaso por necesidades económicas o por gratitud hacia algunas personas de su entorno; se trataba de un género del arte pictórico fomentado por los grandes maestros del Renacimiento, que intentaban emular a la tradición clásica de los patricios romanos.
En el legado del cretense contamos para el recuerdo y el deleite con una galería de retratos individuales que figuras coetáneas del entorno toledano: artistas, juristas, humanistas, hidalgos castellanos, escribanos, funcionarios, miembros de alguna orden religiosa con los que habría mantenido en vida una especial relación personal.
En el caso de Juan de Ávila es el único retrato de una personalidad muy estimada por su labor sacerdotal y por sus escritos a quien el Greco no pudo llegar a conocer personalmente, porque este maestro, venerable ya en su tiempo, murió en 1569, lejos de Toledo, antes de instalarse el pintor en la ciudad castellana.
Llamativa coincidencia: un místico castellano, figura eminente en aquel momento histórico de espiritualidad renovadora de la Edad de Oro, iba a ser retratado por el pintor místico que en Toledo se iba a consagrar en la historia del arte con la alternativa personalísima de un estilo y de unas técnicas vanguardistas, desconocidas en España.
Juan de Ávila había nacido en Almodóvar del Campo (Ciudad Real) el seis de enero de 1500, fiesta de la Epifanía, litúrgicamente la Gran Fiesta de la Luz. Hijo único de una familia acomodada cuya fortuna procedía de las minas de plata del entorno.
En la Universidad de Salamanca cursó la carrera de Leyes y en ese ambiente se registró la experiencia mística que iba a marcarle en la trayectoria esencial de su biografía: su conversión plena y radical al mensaje del Evangelio.
Completará su formación estudiando Arte y Teología en la Universidad de Alcalá de Henares, fundada en aquellos años por Cisneros, el gran Cardenal de España, permeable al espíritu e influencias del Humanismo Renacentista. Se ordenó sacerdote, con la ilusión de marchar como misionero a la India.
El día en que celebraba su primera misa en Almodóvar, su pueblo natal, invitó a la mesa de su fiesta a doce mendigos y entre ellos repartió la fortuna que había heredado de sus padres.
A lo largo de su fecunda trayectoria sacerdotal llegó a ser el consejero de Santa Teresa de Jesús, de San Juan de la Cruz, de santo Tomás de Villanueva, de San Pedro de Alcántara, de San Francisco de Borja: los pilares de las profundas transformaciones que estaban emergiendo en el seno de la Iglesia; todos ellos han pasado a la historia como figuras estelares en la reforma espiritual de aquella España tan agitada entonces, porque en Andalucía y en Castilla circulaban doctrinas o rumores que merecían una vigilancia especial bajo la sospecha de ser innovadoras.
Nunca dio la espalda ni se mantuvo ajeno a la piedad religiosa, arraigada y cultivada en los pueblos de España, como podemos apreciar en un dato muy significativo registrado en su haber y que hace referencia a los saludos o piropos populares a Santa María.
Consultando la crónica de la historia sabemos que los griegos en sus saludos habituales empleaban ordinariamente una fórmula tópica o estereotipada: «jaire» (alégrate); una costumbre inveterada como cuando entre nosotros nos saludamos con el «Buenos días» incluso en las mañanas de invierno.
«Jaire», en expresión griega, es el saludo del Arcángel Gabriel en el momento de la Anunciación a María en Nazaret, el mismo saludo que emplea Judas antes del beso como contraseña de la traición en el Huerto de Getsemaní: «Jaire maestro».
Por su parte los romanos por las mañanas se intercambiaban el saludo con el «Ave» y por la tarde con el saludo de «Salve», y como fórmula de despedida el «Vale».
Juan de Ávila ha pasado a la crónica de la piedad popular porque es el autor más antiguo que en su obra «Doctrina Christiana» (1554) recoge e instaura las dos formulaciones más populares del saludo a la Virgen: «Dios te salve, María» y » Dios te salve, Reina y Madre».
Ambas expresiones se arraigaron en el pueblo sencillo y se popularizaron por toda España gracias a los Catecismos del P. Astete S.J.(1559) en el norte de España, y el del P. Ripalda SJ. (1618) por el centro y el sur españoles. Formulaciones que se arraigaron en Hispanoamérica gracias a la labor misionera de los españoles por aquellas tierras.
Una de tantas aportaciones en la educación en la fe de nuestros pueblos que formulaban sus oraciones en latín como los monjes, con la que Juan de Ávila dejó impronta de su personalidad en aquella época de esplendor naciente para nuestra lengua castellana.
Y sin embargo este gran Maestro fue acusado de iluminismo, como los primeros miembros de la Compañía de Jesús, como Santa Teresa y San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y muchos otros. Se les acusaba, entre otros deslices, de fomentar la práctica de la oración mental y de estar muy influidos por una sólida formación universitaria haciendo gala de «altísima libertad»; sus escritos eran leídos torpemente o con una visión sesgada.
Y contra ellos se lanzó un documento fulminante, amenazándoles con » las tinieblas de la cárcel». El maestro Juan de Ávila, censurado por su magna obra «Audi filia» sería encarcelado en Sevilla; sus calumniadores le acusaban de estar sembrando la doctrina de que las puertas del cielo estaban cerradas para quienes amasaban riquezas.
El inquisidor Manrique reconociendo la pureza de la doctrina y de la vida sacerdotal de este castellano, le concedió la libertad.
«En aquella prisión he aprendido mucho más que en todos los años de mis estudios» fue el comentario del santo. Por lo que en su proceso no tuvo necesidad de contar con testigos que salieran en defensa suya; le bastaba confiar en Dios y no dudar de su inocencia personal.
Mucho debió impresionarle al Greco lo que se comentaba de este maestro ejemplar y con toda probabilidad dado que el Greco, como un artista muy culto, pudo leer en algunos de sus escritos. Con él mantenía algunos parentescos y afinidades: ser el pintor místico de aquella época, con una fidelidad irrenunciable a su libertad creativa y a sus carismas, llevando en su mente y en su espiritualidad la marca de la mística bizantina por haber nacido en Creta, la isla de la luz; condición que le convirtió en víctima de críticas y de prejuicios.
En este retrato de Juan de Ávila el Greco ha querido plasmar al personaje en un clima de cercanía, como si de una fotografía familiar se tratara, sin pose alguna; ante la vista no aparecen ni símbolos ni instrumentos que de alguna manera pudieran prolongar la rica personalidad del santo; una de sus manos parece sostener algo que no alcanzamos a ver.
Ha eliminado cualquier dato anecdótico que pudiera distraer a nuestra atención a lo esencial que es su persona misma; únicamente la retórica del gesto de la mano y su fisiognomía, como la columna vertebral de su figura, en cuanto nos ayudan a aproximarnos a la radiografía íntima de este hombre.
Se trata de esa comunicación no verbal que a la vez habla y a la vez calla secretos: unos recursos habituales del Greco mediante los cuales nos intenta revelar con sus pinceles a la persona por dentro, que es lo en verdad más importa; el Greco ha merecido la gloria de ser el gran retratista de sicologías, de almas, de estados espirituales.
El retrato nos brinda la estampa viviente de un castizo cura de pueblo, con ropaje uniforme y austero; la serenidad de su mirada respira trascendencia y humanidad; más bondad que cultura en un hombre bueno, religioso y con piedad masculina; su presencia irradia la ternura y paz interior de una figura ya adulta, con cabello espeso y barba descuidada, y con manos rugosas; la mano del primer plano, tan natural y sin deformaciones, nos está testificando de su inocencia, como si de un juramento se tratase o de un dictado de su corazón.
La intensa biografía de este venerable maestro, declarado «patrono del clero español» por Pío XII en 1946, canonizado por Pablo VI el 31 de mayo de 1970, y señalado por Benedicto XVI en la Jornada Mundial de la Juventud del 2011, para engrosar en fecha próxima en el grupo de los 33 doctores de la Iglesia.
Podía resumirse en esta palabras referidas a él por el beato Juan Pablo II en el año 2000: «Ninguna dificultad, ni siquiera el agravio de la persecución, le pudo apartar de lo más esencial de su vida: ser apóstol de Cristo«. Escuetamente reza el epitafio de su tumba: «MESSOR ERAM»; la vida de este gran hombre, nacido en Almodóvar del Campo, a pesar de tantos impedimentos, consistió sencilla y llanamente en SEMBRAR EL EVANGELIO DE JESÚS.
Antonio Hernández- Sonseca, canónigo Magistral de Toledo