El saludo de Cristo resucitado es así: «Llegó Jesús… se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros» (Jn.20, 27).
Nos podemos preguntar qué hacemos nosotros por la paz.
Miramos al mundo: hay guerras, atentados y mil formas de destrucción, que hacen parecer que no podemos hacer nada nosotros.
Pero, sí, podemos sembrar paz a nuestro alrededor: en la familia, entre nuestros vecinos, con las personas que nos encontramos y relacionamos.
Hay una paz, de la que me gustaría escribir, que está al alcance de todas las personas de buena voluntad.
Se la desea un ángel a unos pastores cuando les anuncia el Nacimiento del Niño Jesús: «Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad» Es la paz que el Padre desea a todos los hombres; Jesús nos la alcanza con su pasión, muerte y resurrección y el Espíritu Santo nos la regala.
Es la paz, que desea el sacerdote al final de la Sta. Misa: «Podéis ir en paz«; es la que pide que nos demos antes de la Comunión:»daos fraternalmente la paz«.
Es la paz interior que nada ni nadie nos puede quitar, sean cualesquiera las circunstancias que nos rodeen.
Es la paz que una madre aporta a su hijo pequeño cuando le abraza y le besa.
Es la paz que se encuentra en los conventos; ante el sacerdote después de una buena confesión; en nuestro interior cuando comulgamos; la que experimentamos al atender a alguien que lo necesita; es la paz que transmiten tantas abuelitas.
Una cosa es cierta: en el mundo se encuentra mucha más paz que la que nos puede parecer viendo la televisión, leyendo periódicos o escuchando la radio.
De vez en cuando esta paz ocupa nuestras calles:
– por ejemplo en una Jornada Mundial de la Juventud en la que más de un millón de jóvenes inunda de paz una ciudad;
– en Semana Santa la paz acompaña los pasos, mientras desfilan;
– la plaza de San Pedro se llena de paz, alrededor del Papa.
Normalmente es una paz que se encuentra en nuestro interior y que nos permite sonreír con la boca y con los ojos y que trasladamos a los demás porque nos rebosa.
Abrahán encontrará la paz, cuando un ángel le pare la mano momentos antes de sacrificar a su hijo Isaac.
Paz se respira en el salmo 23:
«El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas;…Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan»
Los salmos son una fuente de paz, cuando se leen y meditan diariamente ante el Señor.
Jesús aporta paz a mucha gente con sus milagros y su palabra. En una ocasión va con Jairo, jefe de la sinagoga de Cafarnaúm, a su casa; su hija está muy enferma. Por el camino una mujer, la hemorroisa, que lleva diez años sin encontrar curación toca el manto de Jesús y se cura, encuentra la paz.
Simón, el fariseo, invita a Jesús a su casa.
En la comida aparece una mujer pecadora, se arrodilla a los pies de Jesús y los lava con sus lágrimas y los seca con sus cabellos; luego vierte en ellos un rasco con perfume muy caro.
Simón piensa que Jesús no sabe que aquella mujer es una pecadora.
Jesús hace ver cuán distinta ha sido la conducta de la mujer y la de Simón. Éste no le ha dado agua para lavarse los pies, no le ha dado el beso de bienvenida, no le ha perfumado la cabeza…, todo lo contrario de lo que ha hecho la mujer pecadora.
Jesús, vuelto hacia ella, le dice: «Tus pecados te son perdonados«. Y añade: «Tu fe te ha salvado, vete en paz«.
Zaqueo era el jefe de publicanos de Jericó. Al enterarse que Jesús está en la ciudad y deseoso de conocerlo, se sube a una higuera, pues era de corta estatura.
Jesús pasa por aquel lugar, ve a Zaqueo y se invita a ir con él a comer a su casa.
Zaqueo corre a preparar todo.
Al terminar la comida, Zaqueo dice a Jesús: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se los daré a los pobres y a quien haya defraudado, le restituyo cuatro veces más«.
Jesús le dice: «hoy ha entrado la salvación en esta casa, pues él también es hijo de Abrahán».
Seguro que ahí encontró Zaqueo la paz consigo mismo.
Como hemos indicado al comenzar este artículo, Jesús, una vez resucitado, se aparece a sus discípulos.
Así lo recoge el evangelio de San Juan(20,19):
«Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros»…Jesús repitió: «Paz a vosotros»…
En el Padrenuestro rezamos: «Perdónanos nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden«.
Desde mi experiencia puedo decir que sólo he encontrado la autentica paz, perdonando. Una paz que me ha devuelto la sonrisa que brilla en los ojos. Al perdonar, he encontrado el perdón del Padre y con ese perdón, la paz interior, al acudir al sacerdote en la confesión.
El perdón tienen que incluir una segunda condición: olvidar. No sirve perdonar y seguir teniendo en cuenta la ofensa. ¡Pobres de nosotros si el Padre nos aplicara esa regla, no íbamos a poder levantar la cabeza!
Cuando tenemos el corazón lleno de malestar contra una persona, la paz que quiere regalarnos el Espíritu Santo resbala sin poder entrar en nosotros. Lo que sucedería si vaciáramos una botella de aceite en un vaso lleno de agua.
Para poder recibir la paz hay que vaciarse del rencor.
En la Residencia, en que me encuentro, todo el personal nos regala la paz, junto con sus cuidados y cariño. Nos sentimos tratados como si fuéramos sus padres o abuelos. No se puede pedir más.
La paz es un bien tan importante que bien vale la pena cualquier sacrificio para encontrarla ; y, en realidad, cuesta muy poco normalmente; basta con estar atentos y aprovechar las ocasiones que se nos presenten: sonreír, escuchar, participar, ceder sin pensar que me corresponde…, mil pequeñas cosas que, una vez cedidas, nos damos cuenta que hemos hecho un buen negocio: hemos encontrado la paz.