La muerte y pasión de Jesús acabó en Pascua gloriosa de Resurrección. Si Cristo no hubiera resucitado, «una inmensa miseria se apoderaría de los hombres«, afirmaba S. Agustín.
El Aliento, el Soplo de Dios dio la vida al primer hombre.( Gen. 2,7)
El aliento de Dios, el Espíritu Santo fue quien dio vida al cadáver de Jesús.
A las primeras mujeres «des-alentadas» que fueron al sepulcro, el Aliento divino las convierte en testigos valientes de la resurrección.
Jesús resucitado se aparece a los apóstoles, «sopló» sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn. 20,22) y desde ahí quedan animados para anunciar la Buena Nueva, recorriendo las ciudades del mundo entero, dando testimonio de Jesús resucitado.
Este «Viento», Aliento divino es el que suscita vocaciones, envía a los misioneros y hace hablar a los profetas de hoy.
Este Aliento es el Espíritu Santo, que la Iglesia sigue transmitiendo en la oración y los sacramentos y que nos santifica y penetra capacitándonos para amar de un modo nuevo.
Es el Aliento divino que nos une y nos alegra, nos alienta y nos llena de esperanza en medio de tantos desalientos y contrariedades de la vida.
San Pablo dijo: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? ( 1ª Cor. 3,16)
Celebramos una nueva Pascua de Resurrección, una nueva resurrección con Cristo resucitado.
Vivir resucitados es vivir alegres, confiados, llenos de aliento, ilusión, esperanza. Esta renovación de nuestra existencia no puede dejar de ser contagiosa, como lo fue la vida de las primeras comunidades cristianas. La fuerza de este fermento residía en la caridad practicada. Aquellos cristianos brillaban con luz poderosa en un mundo marcado por la esclavitud y la corrupción.
Hoy la Iglesia resucitada tiene que seguir siendo fermento de resurrección. Las circunstancias sociales y culturales serán distintas, pero el mundo sigue hambriento de verdad, de libertad y de amor.¿Qué respuesta damos los cristianos?