¿Es la vida algo de nuestra total propiedad?, o ¿tiene una dependencia de Dios que nos la ha regalado?
Una cosa está clara, la vida es de nuestra completa responsabilidad; pues Dios, junto al regalo de la vida, nos ha dado la libertad. Podemos hacer de nuestra existencia lo que queramos; pero, al mismo tiempo, somos responsables de nuestros actos.
En un acto de puro Amor, Dios crea a cada hombre «a su imagen y semejanza» y le da la vida espiritual, vida que se prolongará eternamente después de la muerte.
Debemos tener presente esta profunda verdad: después de unos años en la tierra, se nos presenta por delante una vida eterna.
Sólo durante unos años, que nos dure la vida, habremos podido acumular, con la gracia de Dios, los bienes que disfrutaremos durante la eternidad.
Podemos y debemos volvernos a Jesús, que nos dice: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Podemos ver en estas palabras el resumen de lo que debe ser nuestra vida.
Jesús, como Camino, es el único que puede conducirnos al Padre; sólo siguiéndolo, lo encontraremos.
Nos podemos preguntar si humanamente compensa seguir a Jesús, prescindiendo del premio que se puede recibir.
Si me paro en mi experiencia con jóvenes y en mi propia vida, pienso que lo que mueve a los jóvenes a buscar el perdón del Padre es el convencimiento de que les ama de una forma infinita y les espera permanentemente para darles el abrazo del perdón.
Personalmente, cuando realizo alguna obra buena, lo hago, bien porque me siento movido a ello o porque creo que el Espíritu Santo espera que lo haga.
En ningún caso, me encuentro movido por el premio del cielo. Cuando busco el perdón, lo veo como una necesidad de encontrarme con el Padre.
Si me centro en la pregunta de si humanamente compensa seguir a Jesucristo, la respuesta es sí, pues la auténtica felicidad, la que está por encima de lo que la vida nos depare, sólo se puede encontrar a su lado.
Lo podemos ver en las Jornadas Mundiales de la Juventud; en las monjas y monjes de clausura; en misioneros y misioneras; cuando nos confesamos, cuando oramos, cuando acudimos a Jesús en los momentos de dolor…; en tantos encuentros y vivencias cristianas, en los que encontramos consuelo y paz.
Hay un pasaje en el evangelio de San Juan, en que se recoge la pregunta que Jesús hace a sus discípulos: «¿También vosotros queréis marcharos?». Y Pedro contesta: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios»(Jn. 6,67-69)
Esto mismo es lo que podemos nosotros responder si hemos elegido a Jesús como Camino hacia el Padre.
Jesús es también «Verdad», la única verdad absoluta.
Todos tenemos nuestra verdad, que puede no coincidir con la del otro; a veces intentamos imponerla gritando más, poniendo más énfasis, razonándola mejor, diciéndola con mejores palabras.
Pero, sólo en Jesús encontraremos la auténtica Verdad, que no convendrá buscarla en los evangelios y en la vida de Jesús.
Jesús es «Vida», la verdadera vida. Nos podemos plantear que es muy difícil seguir su vida; pero una cosa es cierta: el Padre no nos pedirá imposibles.
Jesús pasa a nuestro lado y, como a Mateo, nos dice: «Sígueme». Mateo lo dejó todo y le siguió prescindiendo del dinero, de la seguridad, dejó al lado su porvenir e inició un camino que le exigía confiar plenamente en Jesús.
Podemos ahora centrarnos en la Vida de Jesús: está recogida en los evangelios de forma muy resumida, pero suficiente. Pude servirnos de guía.
Jesús es hombre como nosotros, menos en el pecado; se cansa, tiene sueño, hambre, sed, suda trabajando, » no tiene dónde reclinar su cabeza»; lo entierran en su sepulcro prestado y José de Arimatea compra la sábana con que cubren su cuerpo y el perfume con que le ungen; celebró la Pascua en una sala prestada y entra triunfante en Jerusalén, poco antes de su pasión, en un pollino que era suyo.
Jesús nace, vive y muere pobremente.
Jesús pasó haciendo el bien: curó enfermos, resucitó muertos, expulsó demonios, perdonó pecados; fue compasivo con todos.
Jesús se retira a orar con el Padre.
Es una vida que debe servirnos de modelo.
Podemos también acudir a María, que también es camino para llegar al Padre.
María escoge, como centro de su vida, la voluntad del Padre. Esto hace que todas las generaciones la reconozcan como bienaventurada.
La vida de María es tan sencilla que ocupa pocas páginas en el Evangelio.
El arcángel San Gabriel le anuncia que será Madre del Mesías; la mayor ilusión de una mujer judía. Da a luz al Niño en una cueva y lo acuesta en un pesebre.
María vive pobremente en Nazaret, ayudando a José y más adelante a Jesús, atendiendo a las necesidades de la casa.
Al principio de la vida pública de Jesús María procura el milagro de Caná: transformación del agua en vino.
Se encuentra María al pie de la cruz y allí, por palabras de su Hijo, nos recibe como hijos. Ve cómo el centurión atraviesa con su lanza el costado de Jesús.
Luego permanece con los discípulos hasta su Asunción en cuerpo y alma a los cielos.
María es la esclava del Padre y Él premiará su humildad reconociéndola como Reina y Madre de todo lo creado.
Aquí, en la Residencia donde me encuentro, puedo ver la vida que Jesús nos presenta.
Hay abundancia de caridad en las personas que nos atienden. Lo hacen con naturalidad sin pensar que realizan nada extraordinario. Consideran que es lo normal.
Una cosa es cierta: nos hacen el regalo de su cariño, que no tienen precio. Nos lo dan a manos llenas.
Nos sentimos tratados como padres o abuelos.
Nos cuidad y miman de una forma especial, con total naturalidad, pues les sale del corazón.
Y este trato nos llega integro en forma de amor a nuestro corazón que lo agradece plenamente.