Puedo preguntarme con qué fin me ha creado Dios; qué espera de mí; cuál es su plan relacionado conmigo.
Encuentro una respuesta sencilla, «para andar por casa», diría yo que es «un plan salvífico y de Amor». Puedo profundizar y acudir al Catecismo de la Iglesia Católica, en su artículo uno dice:
«Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad, ha creado libremente al hombre. Le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En Él y por Él llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción y, por tanto, herederos de su vida bienaventurada».
Hay un hecho para mí muy importante: «Dios es infinitamente Perfecto y Bienaventurado». No puedo añadir ni quitar nada de su felicidad; todo lo que haga por Dios redundará exclusivamente en beneficio mío. Dios tiene un designio para cada uno de nosotros: que le sirvamos en la tierra lo mejor posible y disfrutemos eternamente en el cielo, en su compañía, lo que aquí hayamos sembrado.
Aquí juega plenamente nuestra libertad, puedo cumplir mejor o peor la voluntad de Dios. En el cielo tendré la cantidad de amor que haya sido capaz, con la gracia de Dios, de ganarme. Estaré sumergido en el Amor de Dios.
Otro punto importante es darnos cuenta que, como madre infinitamente amorosa, Dios no nos deja de su mano; permanentemente nos llama, a través nuestra conciencia y los avatares de la vida, para que le busquemos y, encontrándole, le amemos con todas nuestras fuerzas.
A mí me impresiona mucho la seguridad que tengo, que el Padre se encuentra plenamente a mi lado, pendiente de mí; de forma que, cuando decido, como hijo pródigo, buscar su perdón, sólo necesito levantarme y acudir al sacerdote.
Otro hecho que también conviene tener presente es que la Iglesia no es obra de los hombres, sino nuestra familia a la que debemos buscar y entrar plenamente en ella. Todos somos parte de la Iglesia y cualquier crítica que hagamos de ella no es sino «tirar piedras a nuestro tejado».
El Catecismo de la Iglesia me recuerda el hecho más importante de la vida de la humanidad: el padre envía al Hijo para que, hecho hombre, sea nuestro Redentor y Salvador. En él y por Él llama a todos los hombres a ser sus hijos de adopción, a través del Espíritu Santo, con un designio, ser herederos de su bienaventuranza.
Cuando vuelvo la vista al pasado y veo que han transcurrido dos mil años desde la plenitud de los tiempos: el nacimiento de Jesucristo, tengo la impresión de que es mucho tiempo; pero, si me paso a ver el tiempo que transcurre desde la creación del hombre hasta dicho Nacimiento, comprendo que soy un gran afortunado, que he podido conocer a Jesús- a través de la fe- como un gran regalo divino.
Recuerdo que una vez tuve un problema profundo de fe.
Acababa de comulgar y el sacerdote guardaba el copón, lleno de sagradas formas, en el sagrario. Vi con mis ojos del cuerpo que allí sólo había unos pedacitos de pan. La razón no me ayudaba a resolver el problema, hasta que, desde la fe, vi, con otros ojos, que allí se encontraba Jesús.
Luego, descubrí otra gran verdad: que no soy yo el que decide si Dios existe o no existe; Dios existe, lo único es que yo puedo es creer o no creer la verdad revelada.
Es necesario estar my atento para encontrarle, para experimentar que está el Señor a mi lado. Elías lo descubre en el monte Horeb, en una brisa suave, casi imperceptible. Igual me ocurre a mí, a lo largo de mi vida se van presentando situaciones concretas que puedo atribuir a la buena o mala «suerte» o comprender que son fruto de la Providencia divina y, por ello, solo pueden ser buenas.
Una cosa es cierta: así como en el momento que se presentan estas situaciones pueden parecerme no deseables; a lo largo del tiempo comprendo que han sido profundamente positivas, aún desde el punto de vista humano y, des luego, desde la Transcendencia divina.
«Dios es Amor»(1ª S. Juan 4,8). No se puede decir más en menos palabras. Sólo desde el amor podemos entender podemos entender a Dios y su obra.
La Virgen María es la criatura que responde de una forma total a los designios de Dios. Podemos, pues, escogerla como el mejor ejemplo para conocer y aceptar los designios de Dios sobre nuestra vida. Ella es la mujer del «hágase en mi según tu palabra».
Destacaría, en la vida de María, su sencillez. Lo que nos cuentan los evangelios sobre María cabe en un folio. En su vida no hizo ningún milagro; exteriormente pasó la vida como una sencilla ama de casa, que atendía a Jesús y José y ayudaría a las vecinas con las que compartiría su pobreza.
El centro de todas las virtudes de María creo que fue cumplir la voluntad del Padre. Lo hace desde la sencillez.
Si quiero cumplir los designios del Padre sobre mí, tendré que imitar a María en su humildad y en aceptar y cumplir lo mejor posible la voluntad del Padre.