Enfrascada en una de esas pausas reflexivas tras sentir mis fibras un tanto trastocadas, recabé en una hoja escrita que tengo bien visible en una pared de mi habitación.
Esa hoja contiene una serie de frases que me recuerdan cuando lo necesito ciertas pautas por las que regirme en la vida; pueden no ser dogmas de fe, o puede que sí lo sean, al menos para mí, pero de alguna manera, cuando las necesitas, aparecen ante ti para que las leas y te digas a ti misma: ¡ caramba¡… ¡Qué oportuno¡.
Una de esas frases contenía apenas siete palabras: «lo más sustancial que hay en ti«.
Ahí quedaba eso, pensé. ¿Cómo aplicarlo en el momento que me ocupaba?
En ese continuo dialogo con uno mismo, a mí me suele ocurrir que no siempre logro encontrar respuestas a mucho de lo que acontece a mi alrededor y que de algún modo me afecta; y aunque no siempre me inquietan esos lapsus lo suficiente como para hacer tambalear mis convicciones, no es menos cierto que me resulta complejo equilibrar balanzas en la vorágine laboral y social en la que toca mantener el tipo.
Hay días que siento que todo lo sustancial que hay en mí, como mi modesta inteligencia, mi voluntad por lo general imperiosa o mi capacidad de amar fluye por sí sólo, de manera espontanea sin sopesar absolutamente nada, como debe ser en cierto modo.
Sin embargo, hay otros días en los que, intentando encontrar lo sustancial en los demás, sobre todo en la sociedad más inmediata en la que me muevo, me agoto, me impaciento y hasta me enfado un poco con esa misma sociedad.
Lo sustancial que hay en cada uno, entiendo que es lo que realmente nos hace únicos, vitales y honestos para formar parte de un determinado engranaje, bien sea el de nuestra familia, el de nuestro círculo de amigos, o el del delirante mundo laboral. Pero lo que a mí personalmente me causa zozobra es el tremendo esfuerzo que a menudo supone «tolerar» no pocas incongruencias que se sostienen muy a pesar de tus convicciones y que, para no ser una nota discordante y por cobardía, callas, omites tu opinión, tragas o incluso miras para otro lado para que no se te note la contrariedad.
Es en estas ocasiones cuando me pregunto dónde le queda a la sociedad en general y a muchos individuos en particular, lo sustancial que tienen, lo que verdaderamente y esencialmente son.
Tras un episodio en mi trabajo con una cliente amante de los animales bastante desmedida y que puso en tela de juicio mi sensibilidad con el mundo animal, la cuestión que me planteo es cuando menos digna de mencionar.
A través de los medios de comunicación y de las redes sociales, no hay ocasión que se desaproveche para pedir leyes que castiguen el maltrato animal, al tiempo que, paralelamente, se exige del mismo modo leyes que contemplen el aborto hasta el punto de considerar factible que una muchacha de 16 años pueda abortar.
Sé que pueden ser dos cosas bien distintas, pero ¿en base a qué se rige la escala de valores sociales actuales que puede mostrar toda una vorágine de repulsión maltratar y matar a un animal y exigir leyes que lo prohíban, al tiempo que se muestra absoluta comprensión y displicencia a la hora de matar un embrión humano, exigiendo leyes que no lo prohíban?
No deja de ser una absoluta e incluso aberrante contradicción rasgarnos las vestiduras ante todo ese halo de crueldad del que tildan las corridas de toros, por citar un ejemplo, y promulgar leyes que a su vez permitan matar conscientemente una vida humana aunque la excusa sea que aún es un nonato en el útero materno.
La vida de un animal es dignamente importante, no seré yo quien diga lo contrario y en mi interior albergo un tremendo amor por los animales pero ¿ es más importante que la de un futuro ser humano? La sociedad pareciera que funcionara a la inversa, o peor aún, sostenida por los famosos «lobbys» socialmente correctos al tiempo que se convierte en selectiva con su propia ley natural.
Cuidado, podemos estar confundiéndonos hasta el punto de perder lo que, efectivamente, hay de sustancial en cada uno de nosotros, eso que verdaderamente nos hace sensibles, únicos, vitales ante la propia vida. Si ver sufrir a un animal o causarle la muerte nos parece hiriente para la sensibilidad humana, incluso cruel, la vida de un ser humano debe tener la misma consideración o incluso más elevada.
Ante esto me pregunto constantemente cómo lograr que eso que sustancialmente hay en mí y que, de alguna manera, ha de convivir con tales inercias sociales en su trabajo y con personas que muestran más amor por los animales que amor y consideración a sus semejantes, no se deteriore, sino todo lo contrario, que se fortalezca.
He vuelto a leer la frase de apenas siete palabras pegada en esa hoja de papel en mi habitación… no sé, quiero seguir creyendo en el ser humano, en lo que, efectivamente existe de sustancial en él pero hay días en los que, lo reconozco, me cuesta equilibrar lo que de sustancial hay en mí.