Me miro en el espejo y me sorprendo de estrenar
otro día con mi prisa y tu amor.
Dejo, una vez más, sobre tus manos alfareras
la barca de mi cuerpo para que sigas modelándome.
Porque yo no sé hacer tapiales ni tejados.
Tampoco sé trazar la línea que dibuja
los planos de una casa.
Por no saber, apenas, Señor, sé quién soy.
Soy una mujer que te sigue desde la alacena al patio,
que busca tu morada a cada instante
cuando cruzo las calles camino del mercado
y te cuento lo que vale vivir sin perder la esperanza.
Sólo soy eso, una mujer que apostó por la vida,
que renunció a muchas cosas por ser esposa y madre
y que te llama cuando se siente sola.
Te llamo, me socorres y sales a mi encuentro,
y hasta hoy, Señor, siempre me has escuchado.
Hablando, contigo, en muchas ocasiones,
he conocido el mundo, y hasta lo he disculpado.
Cuando mi alma era un desierto y nada me importaba,
Tú, has calmado mi sed agostiza con tu lluvia
salvadora y fértil.
Todo eso eres Tú,
mi amor en la mañana,
mi sonrisa primera,
lo que cuenta
mi madre una y otra vez,
o el vientre de mi hija
que espera otra vida.
No eres Tú,
las frías estadísticas,
ni el terror del hambriento,
Tampoco, el que miente
y viola la pureza.
No, nada de todo eso
es el Dios de la vida.
Tú, andas de puntillas
en medio de nosotros,
tan leve como el sonido de una caracola,
y tan firme, como el amor
que nos sostiene en las caídas.
Por todo eso yo te busco.
Por todo eso yo te llamo.
Y si después de todo esto
alguna vez te olvido,
perdóname, Señor,
y vuelve a modelarme aunque no te lo pida.
(del libro «Con la sed de Dios»)