Noviembre es un mes para mirar al cielo con los ojos del corazón iluminados por la luz de la fe. Es un mes para contemplar que la finalidad del ser humano es participar enteramente de la resurrección de Cristo. En segundo lugar, para hacer memoria de todos los que ya han llegado al cielo. Y, por último, para venerar a todos los que sabemos que son santos. Sin embargo, estas tres dimensiones contemplativas son para que no nos evadamos de la realidad cotidiana, sino para que nos comprometamos con ella en dirección adecuada. Y es que la persona que no sabe a dónde va se convierte en un náufrago de la existencia. Al contrario, quien conoce cuál es la meta de la vida, elige los principios que deben guiar sus criterios y elecciones con la fuerza de una esperanza indestructible.
Cristo nos asegura que resucitaremos con Él. Esta buena noticia nos anuncia que viviremos para siempre, que seremos eternamente. Ahora bien, ¿qué seremos y cómo seremos? Él nos da la respuesta: seremos lo que hayamos amado, porque a nuestro ser sólo lo constituye radicalmente y, por tanto, eternamente, el amor dado y recibido.
¿Cómo seremos en la resurrección? Como una vasija, cuya masa y espesor estarán constituidos por el amor que hayamos desarrollado a través de nuestras obras; y cuya esencia y cavidad estará atravesada y colmada por el ser del Dios-Amor. Por eso, cuanto más se haya desarrollado nuestro ser por el ejercicio del amor, más lleno estará de Dios.
Esta certeza acerca de nuestro futuro final ha de hacernos reflexionar para elegir en cada momento qué nos lleva a él y qué no.
Lo que nos conduce a ese meta de gloria y vida son las obras de amor realizadas en toda circunstancia y desplegadas en todas sus formas. Se trata de operar un amor ejercido con desinterés y generosidad, bajo la forma de la entrega y el servicio. Un amor que vence el mal con el perdón, y la ruptura con la reconciliación. Un amor por el que nos vayamos trasformando en personas ofrecidas y auto-donadas para que otros vivan mejor; un amor capaz de comprender, de aceptar y compadecerse del prójimo; un amor activo y creativo que busque, cada día, nuevas metas y que nunca se canse de volver a empezar.
Recordémoslo: en el cielo, seremos la medida de lo que hayamos amado en la tierra. Por eso, en este mes también recordamos la compañía de aquellos que nos acompañaron en nuestro camino hacia el cielo: la agradecemos, oramos por ellos, les ofrecemos las gracias de la Eucaristía y, solidariamente, el mérito de nuestras buenas obras para que su valor les sea imputado a ellos como un regalo nuestro. Y, junto a los difuntos, el estímulo de los santos. Su intercesión y el ejemplo que nos dan, mostrándonos mil y una formas para realizarnos totalmente en la fe y en el amor a Dios y al prójimo.