Si me planteo buscar algo que realmente valga la pena, me tendré que inclinar por lo que, a mi juicio, sea más beneficioso. Sería absurdo consagrar todos los esfuerzos en alcanzar algo que no me llene totalmente.
Si me pregunto si lo hago, me sale la respuesta que menos de lo que debiera, no me atrevo a marcar si poco o mucho.
¿Por qué cuesta tanto, o al menos a mí me cuesta hacer esta búsqueda de la que yo soy el beneficiado?
Normalmente es un nadar contra corriente; es elegir lo que hay que hacer en vez de lo que me apetece hacer. También es elegir lo mejor sobre lo bueno, con el añadido de que lo mejor exige estar atento.
Si tuviera que buscar un acicate como razón que me impulsara al bien, me quedaría con el amor, único motor capaz de conducirme al mejor puerto: el buscar cumplir la voluntad del Padre, porque la búsqueda se centra, al fin, en este hecho.
Una característica de esta búsqueda es que solo puedo hacerla desde la libertad.
El Espíritu Santo me regalará gracias suficientes para salir adelante; pero será mía la decisión final y siempre tendré que poner de mi parte lo necesario para «triunfar».
Un doctor de la ley pregunta a Jesús qué tiene que hacer para ganara la vida eterna. Y a la pregunta de Jesús: ¿Qué está escrito en la ley; qué lee en ella?, contesta el doctor de la ley: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser; y al prójimo como a ti mismo.
Así se recoge en el Evangelio de San Lucas.
Luego, a la pregunta:¿quién es mi prójimo?, Jesús le contesta con la parábola del buen samaritano. «Prójimo» son todos los que nos necesiten.
Este es un buen camino para iniciar y centrar la búsqueda. Hay una frase de Jesús que me obliga a plantearme una respuesta: ¿Cómo dices que amas a Dios al que no ves y no amas a tu prójimo al que ves?
Es una frase que no admite repuestas más o menos ingeniosas, para eludir la responsabilidad que encierra.
La respuesta la encuentro en Santa Teresa del Niño Jesús. Esta carmelita que entra en el convento de Lisieux a los quince años y muere en él a los veinticuatro, nos deja un ejemplo vivo.
Hay una hermana por la que no siente ninguna simpatía y, sin embargo, comenta: «No sé por qué la hermana Teresa del Niño Jesús, me quiere tanto». La Santa nos da la respuesta: «Sonríe y saluda a Jesús, que se encuentra en el corazón de su hermana«.
En el Juicio final, Jesús nos hará ver que cuanto hicimos o dejamos de hacer a los demás, especialmente a los pobres, a Él se lo hicimos o dejamos de hacer.
No hay escapatoria posible en la «búsqueda». Tendré que amar a Dios sobre todas las cosas, con hechos, no con solo palabras, pues «las palabras se las lleva el viento«.
Nada es más fácil que ser un gran santo a través de buenos propósitos, son gratuitos y sólo hay que desearlos. Pero, lo importante es convertirlos realidad.
Si busco una definición de la «búsqueda», la resumiría en deseo eficaz de ser santo.
¿No será poner el listón muy alto? Sería ponerlo muy bajo aspirar a otra cosa. Indudablemente el grado de santidad que alcancemos dependerá de la gracia de Dios y de nosotros; de la capacidad de amor que hayamos alcanzado.
Volvamos a encontrarnos con el amor.
Cuando yo era pequeño, hace ya muchos años, se nos hablaba de dos caminos hacia la santidad: uno era el temor a perderla y terminar en el infierno y otro, buscarla a través del amor a Dios.
Sé que es una forma poco ortodoxa de explicarla, pero, así lo veía yo. El Concilio Vaticano II hizo que me decantase por el amor.
¿Por qué tengo que amar a Dios sobre todas las cosas?
Está claro que no es una exigencia, tendré que hacerlo libremente, pero sí es un problema de justicia: Todo lo que yo soy procede de Dios. Si amo es porque Dios me ha amado primero; cuando le amo, sólo le devuelvo parte de su Amor. Cualquier acto de amor que hago es fruto de ese regalo que el Padre me ha hecho.
Debo al Padre la creación; a Jesús la Redención, la Eucaristía y ser el Camino hacia el Padre, a través de su ejemplo y su gracia; al Espíritu Santo ser mi providencia, que me ha ido guiando a través de la vida, respetando siempre mi libertad; a la Virgen el haber hecho posible la Encarnación de Jesús en su seno, por obra del Espíritu Santo, y que decidiera recibirme como hijo cuando Jesús se lo ofertó desde la cruz.
En mis relaciones con el prójimo, me planteo un matiz que me parece importante: Respeto, o lo intento, a todo el mundo, en cuanto puede significar ayudarle, si lo necesita, atenderle, tratarle con cariño.
Pienso que no tengo ningún enemigo, yo al menos carezco de ellos, y no soy consciente de haber hecho daño a nadie de forma voluntaria.
En mi trato con diferentes personas, que, por razón de mi profesión militar, he tenido a mis órdenes, he procurado siempre ser justo en un sentido concreto: «dar a cada uno lo que necesita».
Por ejemplo, una cosa tan simple como los permisos reglamentarios de verano y navidad; todos recibían lo que les correspondía, y añadía más días a los que tenían que desplazarse más lejos, compensando así el tiempo que invertían en el viaje.
Recuerdo que tuve un soldado que se había apuntado a unas clases nocturnas para sacar del bachillerato; pues cumplía sus guardias en sábado o en domingo y tenía libre el resto de la semana.
En la Residencia, en que me encuentro, procuro tratar a todos con cariño y atenderles en lo que puedo.
Esta norma la sigue el personal que nos atiende, vuelcan su cariño en el que está más necesitado de él.
Para mí es una experiencia muy enriquecedora: comprobar lo importante que es poder ayudar a las personas, que lo necesitan. Si no lo hiciera yo, lo haría otra persona, pero, me hubiese perdido la oportunidad de ser útil y dar gracias a Dios por ese regalo.
Creo que vale la pena prestar atención a las pequeñas cosas, que sólo lo son en apariencia; dependerá de la facilidad que tenga para realizarlas.
Para mí salir a la calle carece de importancia y, a veces, renuncio a hacerlo; muchos de los residentes se sentirían inmensamente felices si pudieran hacerlo.