«Al sexto mes envió Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David, el nombre de la virgen era María» (Luc.1, 26)
De esta forma tan sencilla nos presenta San Lucas a la Virgen, la criatura más grande, nacida de mujer, que haya existido y pueda existir a lo largo de la historia de la humanidad.
Uno puede dejar libertad a su imaginación y plantearse cómo era María; resulta relativamente fácil verle por fuera.
Sería una jovencita de unos quince años, normal, viviría en casa de sus padres; atendería a las faenas que se fuesen presentando; iría a recoger el agua a lafuente común; lavaría la ropa junto a Ana, su madre, junto a las otras mujeres. Vería que todas las personas eran buenas, escucharía mucho, hablaría poco; creería en un Dios infinito Amor; esperaría con ilusión al Mesías; escucharía en la sinagoga profundamente las lecturas de la Biblia y de lo que hablaron los profetas; rezaría los salmos con fervor y viviría pendiente de cumplir el más mínimo deseo que Dios pudiera presentarle en su oración. No habría enfermo al que no visitase y necesitado al que no ayudase.
María estaba prometida a José, varón justo, por el que sentiría un profundo cariño, hablarían de un Dios todo Amor; de la casa que estaba construyendo José, de los muebles que iría preparando para su boda; de la gente necesitada. Viviría como se vive en un pueblo cualquiera, evitando todo lo negativo que se pudiese presentar y aprovechando al máximo lo mucho positivo que habría. Todos la considerarían una persona en la que se podía confiar por discreta y sumamente buena.
¿Cómo era María por dentro?
La respuesta sólo la tiene Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Me atreveré a abrir un pequeño resquicio en estas puertas, convencido de que será necesario elevarlo hasta una medida inconmensurable para podernos acercar.
El Evangelio de San Lucas nos cuenta cómo ve el Padre a Jesús: «Tú eres mi Hijo amado, mí en ti me complazco» (Marc. 1,11). Cabe pensar que podría decir de María: Eres la hija más querida, mi predilecta.
Desde el principio de los tiempos, María estaría permanentemente presente ante el Señor; en su momento crearía el mundo y en él pondría como centro al hombre, hecho a su imagen y semejanza, quien, dueño de su libertad, se dejaría engañar por Satanás y pecaría, haciendo necesaria una redención a través del Hijo, que nacería de una mujer muy especial: habría enemistad entre ella y Satanás, entre su linaje y el suyo, y sería el linaje de la mujer el que pisaría la cabeza a Satanás (ver Gen. 3,15). Esa mujer sería María.
María fue Inmaculada desde su concepción; careció de pecado, ni siquiera el original.
María no se distinguió del resto de las mujeres; nació en una pequeña aldea, en el pueblo elegido por el Señor, en Galilea, considerada por los judíos más ortodoxos: la tierra de los gentiles y el mismo Natanael dijo: «¿De Nazaret puede haber cosa buena? (Jn. 1,46). Se equivocaba: nacieron María y Jesús.
Jesús, por su parte, tendría permanentemente presente a María, la vería niña ayudando a su madre y acompañándola en sus compras; luego conocería a José su prometido, joven bueno que quería y respetaba a María de una forma total.
Un día, el ángel Gabriel sorprendería a María con la oferta de su maternidad, pues ella «no conocía varón»; María no dijo ni sí ni no, sólo preguntó cómo sería posible y, una vez explicado aceptó: «era la esclava del Señor«.
A partir de ese momento, Jesús se enteraría por su Madre María de sus primeros años como hombre; de su visita a su pariente Isabel, el nacimiento en la cueva de Belén; el amor con que le puso los pañales y le acostó en el pesebre; la visita de los pastores; la visita de los magos; la huida a Egipto y el dolor ante la muerte de los niños en Belén por el rey Herodes.
Jesús recordaba las conversaciones con su Madre cómo le hablaba de Dios Padre, todo Amor. Lo duro que le había resultado quedarse en el templo, al cumplir los doce años, sin comunicárselo a sus padres. Recordaba el trabajo duro junto a José, su padre. El dejar a María para cumplir su misión. Cómo María, su madre, le había arrancado el primer milagro en las bodas de Caná.
Pero tenía un recuerdo muy especial para su encuentro con su Madre en el Calvario, que durante horas permaneció firme a los pies de la cruz, con los ojos fijos en los suyos.
Momentos antes de morir le dio a Juan como hijo y en él iba incluido la humanidad entera, incluso los que le habían dado muerte y se burlaban.
El Espíritu Santo sería el que descendiera sobre María y haría posible la Encarnación. Contribuyó a que su Concepción fuese Inmaculada. Llena del amor a Dios, el corazón de María, desde su más tierna infancia, fue guiada por el Espíritu para que no cometiera las más pequeña falta.
El Espíritu Santo daba a María gracia suficiente para aceptar la voluntad del Padre; guió a Simeón al templo para que conociera a Jesús y le inspiró la dura noticia que transmitió a María de que una «espada» le atravesaría al alma.
María vería todo desde esta perspectiva: se sabía esclava del Señor, su obligación era obedecerle en todo con total entrega.
Era una esclavitud escogida libremente y desde el Amor. Amaba a Dios con todo su corazón, con todas sus fuerzas, con toda el alma. Sentía un profundo temor a ofenderle, a no cumplir fielmente todos sus deseos; se sentía humilde y, sin ella entenderlo, aceptaba el hecho de que «todas las generaciones le felicitarían«, porque el Poderoso se había fijado en su humildad. ( ver Luc. 1,43).
¡Con qué alegría recogería a Jesús en la cueva en que había dado a luz!
¡Con que mimo le pondría los pañales y le acostaría en el pesebre, que José había convertido en una cuna!
¡Con cuanto asombro recibiría la visita de los pastores, que venían a adorar al Niño, tras el anuncio del nacimiento por un ángel y, luego, la llegada de unos magos guiados por una estrella!
Hubo un momento en que Jesús se marchó «para atender las cosas de su Padre«; al principio las noticias que le llegaban eran muy positivas, su Hijo pasaba haciendo el bien. En Nazaret había tenido el primer enfrentamiento al confesar que Él era el Mesías. Poco a poco fueron empeorando las noticias. María confiaba y creía en su Hijo.
En una Pascua se produjo la tragedia: Jesús había sido condenado a muerte. María soportó al pie de a cruz la muerte de su Hijo. Éste le entregó a Juan como su Madre y a Juan como su hijo.
María, un día, despertó en el cielo, unos ángeles la habían trasladado allí; conoció al padre y al Espíritu Santo; allí estaban Jesús y también José y se encontró como Reina de todo lo creado y Madre de la humanidad.