Dios nos ha hecho dos grandes regalos: la fe y la libertad.
Sólo desde la libertad puedo seguir a Dios.
Conviene tener claro cuál es la libertad autentica. Yo dirá que es «hacer lo que tengo que hacer«. «Hacer lo que me apetezca hacer» no será libertad, sino esclavitud del capricho.
Se puede decir que hay dos conceptos de libertad: El primero vendría definido por: «Mi libertad termina donde empieza la libertad del otro«. El segundo podría ser: «La verdad os hará libres«.
Pienso que este segundo concepto de libertad es el auténtico, teniendo en cuenta lo que dice Jesús de sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida«; escogiendo, como camino, a Jesús, encontraré la verdadera libertad, que me llevará a la vida con el Padre, que es lo que, al final, interesa.
Junto a la libertad, se encuentra un concepto que puede ser menos agradable, si quiero hacer lo que me apetezca: la responsabilidad. Tendré que aceptar las consecuencias que se derivan del uso de mi libertad. Diría que hay que usar la libertad de una forma responsable, aún a nivel humano.
Dispondré de la autentica libertad en tanto acate la voluntad de Dios y seré libre cualquiera que se la situación en me encuentre.
Dios es en sí infinita libertad, la libertad total, que usa exclusivamente para hacer el bien, para regalar, a manos llenas, el Amor.
Jesús es Modelo de libertad.
Desde su libertad de Dios-Hijo y, movido por el Amor, se encarna en el seno de María, haciéndose hombre. Nace en una cueva, vive treinta años trabajando duro y ganando poco.
Durante unos tres años pasa por Israel haciendo el bien; confiesa que no tiene dónde reclinar la cabeza; se aloja en casas prestadas. En la oración en el huerto acepta, con libertad, plenamente la voluntad del Padre. Es condenado a muerte, sufre azotes e insultos y, al final, muere en la cruz. A lo largo de su vida y en esos momentos de sufrimiento es libre y puede en Él amor y el deseo de cumplir la voluntad del Padre.
Otro ejemplo de libertad es Abraham.
Dios le pide que salga de su tierra, abandone a sus padres y marche a la tierra que le indicará, y Abraham obedece libremente. A todo lo largo de su vida, puede volverse atrás, pero, -desde la libertad obediente- no lo hace. Dios le pide que le ofrezca en sacrificio a su único hijo, Isaac, y no lo duda: llega hasta el final, en el que un ángel le para la mano cuando el cuchillo descendía sobre Isaac. Dios le premia haciéndole padre de incontables pueblos.
Moisés se presenta libremente ante el faraón para pedirle que deje salir de Egipto al pueblo judío, que se encuentra allí esclavo. Con ayuda del Señor lo consigue.
Durante cuarenta años guía su pueblo por el desierto, con dificultades; tiene encuentros cara a cara con Dios y recibe las tablas de la ley, en las que están escritos los diez mandamientos.
Los profetas aceptan libremente hacer llegar al pueblo de Dios lo que el Señor quiere comunicarles a través de su palabra.
Casi siempre, el encargo es negativo porque, a través del profeta, el Señor les hace ver su mala conducta. Por ello, a veces, el profeta es perseguido, pero él libremente lo hace.
En los evangelios se recoge la llamada de Jesús a sus discípulos: Pasa junto a Pedro y Andrés, que están reparando sus redes, pues son pescadores, y les pide que le sigan, pues les hará pescadores de hombres.
Ellos, dejándolo todo, le siguen libremente.
Juan y Santiago están en la barca de su padre, Zebedeo, Jesús les llama y ellos, sin pensarlo, con toda libertad, dejan a su padre y le siguen.
Mateo es un publicano, cobrador de impuestos, Jesús le mira y le dice: «Sígueme«; y Mateo, dejándolo todo con libertad, se va con Jesús.
En un momento concreto, Jesús se ofrece, a los que le siguen, como «pan de vida«. Escandalizados, muchos lo dejan.
Se vuelve a sus discípulos y les hace ver que son libres de seguirle o marcharse, les pregunta: «¿También vosotros os queréis ir?» Pedro, en nombre de todos, le contesta: «¿Dónde vamos a ir, Señor, si solo Tú tienes palabras de vida eterna?«
Después de la muerte y resurrección de Jesús, los once estaban reunidos en el cenáculo de forma libre. Allí se les aparece Jesús.
Después de la Ascensión, siguen en Jerusalén, y allí reciben el Espíritu Santo. Con total libertad marchan a predicara el Evangelio. Todos mueren de forma violenta, excepto Juan.
La historia de la Iglesia está sembrada, a lo largo de todos los tiempos, de mártires que eligieron libremente la muerte antes de renunciar a su fe, y lo hicieron perdonando a sus verdugos.
Si miro a mi alrededor, encuentro un gran número de abuelitas que, quizás, desde una gran libertad, eligen a Jesús como Camino hacia el Padre. Se vuelcan en hijos y nietos, visitan enfermos, asisten a Misa, rezan por todos, y lo hacen desde el silencio.
A lo largo de mi vida he conocido a monjes y monjas de clausura. Todos tienen en común que contestaron libremente a la llamada del Espíritu Santo a consagrar su vida desde el silencio y la desaparición del mundo, entre las paredes de un convento o monasterio, dedicados a la oración y al trabajo.
Pasan su vida desapercibidos para la mayoría de la gente, que se acuerdan de ellos para pedirles oraciones.
Sin embargo son los puntales en que se apoya el Cuerpo Místico.
Se celebró la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid.
En ella se reunieron más de un millón de jóvenes procedentes de todo el mundo. Todos vinieron libremente y todos tenían en común una gran alegría. Y el deseo de acompañar al Papa en esos días.
Hicieron frente, con cánticos y oraciones, a un vendaval de viento y lluvia, quedándose toda la noche sobre un suelo embarrado, a fin de participar en la Eucaristía del día siguiente.
Era superior su amor a Dios que el mal tiempo.
Una cosa es cierta: sólo se puede llegar al Padre desde la total libertad. Los caminos serán distintos, aunque siempre desembocarán en el único Camino que es Jesús.