…algunas veces hay que agacharse. Sí, agacharse, no encogerse o hacerse más pequeño. No. Es más sencillo. Es ponerse a la altura de las cosas y de las personas para verlas desde su perspectiva real, aquella que te muestran de sí mismos; a ratos sus tristezas, otras sus limitaciones e incluso más a menudo de lo que reconocen, sus contradicciones. Y cómo no, también sus grandezas junto a la ejemplaridad que pueden demostrarnos.
Muchas veces lo que imaginamos de los demás no se acerca ni remotamente a lo que viven y sienten de verdad; bien porque les vemos en una atalaya o bien porque somos nosotros quienes les vemos desde nuestra propia atalaya, y es bien sabido que desde las atalayas se puede ver la lejanía, pero nos perdemos lo que tenemos debajo.
Por eso es necesario a veces doblar simplemente las rodillas, otras mirar un poquito más abajo de nuestra barbilla o incluso llegar a ponerse en cuclillas para ver lo que sucede a ras del suelo.
Sólo así percibiremos lo que tienen que decirnos quienes nos rodean.
Crecer es lo que hacemos desde que nacemos, y, desde luego, el hombre es quizá el más torpe en valerse por sí mismo, pues le lleva años conseguirlo, pero lo cierto es que por el camino nos vamos encontrando con manos que nos llevan y nos guían y que, al mismo tiempo, nos aman. , Esto es quizá lo esencial, crecer con amor, amando y siendo amados.
Pero volviendo a lo de agacharse.
Cuando amamos a alguien, a veces, para crecer con ese alguien, tenemos que agacharnos, ver su realidad para comprenderla y amarla por todo y a pesar de todo.
Fracasamos muchas veces en el amor, en la amistad y en nuestras relaciones sociales porque nos empeñamos más en ver las cosas como nos gustan que como son realmente para los demás.
Pretendemos ver la vida y las circunstancias como una prolongación de nosotros mismos, desde nuestra línea de visión, desde nuestra altura, pero muchas cosas ocurren por debajo, por esa difusa línea que nosotros creemos haber superado.
Cuando amamos a alguien, a veces, hay que saltar, otras llorar, otras escuchar, otras simplemente abrazar…
Y a veces hay que subir una escalera muy alta para llegar y otras hay que doblar las rodillas y bajar la cabeza para hacer todo eso; sólo así el amor se hace grande y crecemos con él, y si amamos y nos sentimos amados…todo lo demás fluye por sí solo.
Con la familia y con los hijos, es exactamente lo mismo.
El amor se cultiva por doquier allí donde decidimos establecer nuestras inquietudes y sentimientos.
A un hijo, si le amas bien y quieres hacerle crecer, debes también agacharte para ver su mundo, pero no para complacerle en todo sino para guiarle y ver en silencio donde se puede estar confundiendo.
Sus miras, por edad, son aún cortas, limitadas, pero las tiene y son la base de ese proyecto futuro que llegará a forjarse en él, pero al mismo tiempo, tú al agacharte y ver sus miras también puedes caer en la cuenta de lo grandes que pueden ser las pequeñas cosas.
En fin, que crecer es una constante en la vida que requiere subir y bajar, caer incluso para volver a levantarse, y que cuando amamos no importa cuán elevado se esté, sino saber a qué altura debemos sentir y amar en todo momento.
No es sencillo seguramente, nada importante es fácil , lo fácil termina convirtiéndose muchas veces en banal y efímero, pero al menos contemplemos siempre la necesidad de establecer la altura adecuada cuando amamos, porque cuando uno está más elevado que otro nos podemos perder sus lágrimas o también sus risas.
Para crecer, algunas veces hay que agacharse.
Para amar, también, pues el amor verdadero no entiende de alturas, tan solo precisa, únicamente, que siempre estemos al lado.