El hecho de encontrarme en una residencia, con gente de edad elevada, hace que se produzcan bajas con alguna frecuencia.
Siempre me encuentro ante una tristeza, fruto de la ausencia de un ser querido, junto a la seguridad de que esa persona nos ha dejado para encontrarse, de una forma definitiva, con el Padre.
Parece que, cuando una persona emprende su último viaje, es el momento en que se le valora positivamente, se suelen resaltar sus virtudes y olvidar sus defectos.
Pienso que es el momento en que se juzga con más justicia, porque realmente son mucho mayores las cosas buenas que las que no lo son tanto.
En la vida se acierta cuando vemos los positivo de los demás y no podremos estar seguros al intentar valorar lo negativo, pues no podemos entrar en lo íntimo del otro para decidir qué ha hecho mal.
Sólo Dios y el interesado tienen acceso a ese rincón íntimo.
Si me paro en la gente que, a lo largo de los doce años que llevo en la residencia, nos han dejado, tengo seguridad absoluta de que su fin ha sido iniciar una nueva vida al lado del Padre.
Si me atreviera a condenar a alguno, tendría que empezar por mí mismo, pues es al único que conozco a fondo y sé que no soy mejor que cualquiera de ellos.
Hoy me gustaría recoger, desde una carta escrita desde «el más allá», el encuentro con el Padre de uno cualquiera de los residentes que nos han dejado.
No me refiero en concreto a ninguno, y podrían ser todos.
Una cosa es cierta, así es como lo veo yo, pienso que entra dentro de lo posible, puede asegurarse que me quedaré corto y, en todo caso, sólo se trata de comprender, hasta donde nos sea posible, que Dios es AMOR.
«Mis queridos amigos:
Una noche, sin ruidos, pasé de la habitación de la residencia a encontrarme en el cielo. Fue un tránsito lleno de luz y de paz. Mi cuerpo seguía en la tierra, me veía en la cama plácidamente dormido, pero era consciente de que mi fin, ahí, se encontraba próximo e iniciaba una nueva vida.
Recordaba en ese momento la carta de san Pablo a los Corintios y su himno al amor: «Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara…En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor: estas tres. La más grande es el amor.«
También recordaba las palabras de San Juan de la Cruz. «Al final de los tiempos se nos juzgará en el Amor»
La fe había sido el motor que me había impulsado hasta ese momento, había creído en todo lo que la Iglesia me presentaba como verdades incuestionables y lo había hecho desde el convencimiento y la libertad; nada ni nadie me obligaba a aceptarlo.
Por la fe creía que era la Providencia de Dios quien guiaba mi vida y la conducía hacia el Padre, tomando a Jesús como Camino.
Por la esperanza me atrevía a mirar con optimismo lo que sería mi juicio personal, en el que se decidiría mi futuro; confiaba en el Amor de Dios, que estaría por encima de mis faltas y pecados.
Había llegado el momento de la verdad y pasó ante mí la película de mi vida sin cortes ni arreglos, con todo lo bueno y lo malo, que había ido sucediendo a lo largo de ella.
Vi claramente la gravedad del pecado, como ofensa hecha a Dios; y me encontré con la profunda realidad de lo que tantas veces había rezado en el «yo pecador». Se acumulaban los pecados de pensamiento, palabra, obra y omisión, y me sentí avergonzado.
Pero, junto a este cúmulo de temas negativos, encontré también que había un número elevado de cosas positivas, que me habían parecido poco importantes o habían pasado desapercibidas: había atendido al que lo necesitaba, ayudado a la gente, escuchado al que acudía con sus penas, había contestado positivamente a los impulsos del Espíritu Santo y aprovechado sus gracias.
Me encontraba en la balanza, en la que tenía que colocar lo positivo y lo negativo de mi vida, en sus platos correspondientes.
Vi a mi lado a Jesús y a María, que colocaban en el platillo de las cosas positivas sus sufrimientos que habían hecho posible mi Redención.
Me sentí inmerso en el Amor del Espíritu Santo y sentí la presencia del Padre, que me acogió entre sus brazos.
La balanza se inclinaba con fuerza hacia el platillo de las buenas obras.
Vosotros en la tierra rezáis por mí; os acordáis con tristeza, pero también con paz, pasáis revista a lo bueno que habíais encontrado en mí y olvidáis todo lo malo que nos podía haber sucedido, que tampoco era mucho.
Yo tengo ocasión de pedir por mi familia y por vosotros.
Conozco en profundidad vuestras necesidades y busco solución para ellas y, en especial, que aceptéis libremente la voluntad del Padre, como único camino para encontrar la alegría interior y la paz, que nada ni nadie puede modificar.
Sólo me queda despedirme y desearos que, en su momento, volvamos a encontrarnos aquí, en el cielo, en compañía de cuantos nos han precedido, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y María».