En un tiempo indeterminado y en un Convento de Carmelitas descalzas, que, por discreción, mantenemos en el anonimato, vivían unas hermanas de diferentes edades, caracteres y regiones de España.
Formaban un conjunto armónico, pues estaban unidas por el amor al Esposo; lo que les permitía quererse y saber soportarse en sus pequeños defectos, entenderse en las posibles discrepancias y marchar unidas en la búsqueda de Dios, por diferentes caminos: quién por el camino marcado por San Juan de Ia Cruz en su obra «Subida al Monte Carmelo«, en su vaciarse de si mismo para llenarse de Dios; quién por el camino de Sta. Teresa del Niño Jesús, con su difícil «infancia espiritual«, tan exigente como el anterior; quién a través del suyo propio.
Todas bajo la mirada atenta de la Madre Priora, alma, en ese momento, de la marcha espiritual de sus hijas.
Gustaba a la Madre Priora hablar de El reloj de Dios, como determinante de la respuesta a obtener a todo «por qué», como se suele plantearse ante los sucesos de la vida; y lo explicaba de forma muy sencilla: en su mesa contaba con la respuesta a cada pregunta o problema, su solución y el momento en que ésta se presentaría.
La única condición es que no podía comunicárselo a nadie, de forma concreta, aunque si, a la vista de la respuesta que encontrase allí escrita, podía tranquilizar a la monja que fuese a consultarle.
La buena Priora bautizó a su secreto con el nombre el «El Reloj de Dios» y así se le conocía en el Convento, porque en él constaba.
A lo largo de los años se sucedieron multitud de consultas.
Traemos aquí algunas de las más significativas. En algún momento de la vida, ya se sabe, que familiares, amigos y personas ligadas de alguna forma a un Convento de monjas contemplativas suelen acordarse de éstas, fundamentalmente cuando necesitan sus oraciones.
Una monja joven le presentaba a la Priora el problema de ver a su hermana gravemente enfermo de leucemia; casada, con tres hijos a los que sacar adelante, persona buena y religiosa, era lo menos indicada para que Dios le «castigase» con aquella enfermedad o, al menos, la permitiese.
Esta era la pregunta que le planteaban su madre y su cuñada ; y a las que tendría que contestar desde unas razones que les sirviesen.
La Madre abría el cajón de su, mesa, leía un rato en el cuaderno conocido como «reloj de Dios», meditaba la respuesta y contaba a su hija que Dios es Amor, un Amor infinito, extraño e Incomprensible, a veces; pero ella había visto que el problema tendría un final positivo para todos, desde la transcendencia.
Mientras su familia conseguía verlo así, convenía que meditase cómo el Padre no había escuchado a su Hijo Unigénito, que clamaba a Él, desde el más profundo dolor en el Huerto de los Olivos, y cómo Jesús había sudado sangre antes de decir: «Hágase tu Voluntad«. Desde ese momento, la pasión se había convertido en dar la vida por la humanidad.
Otra hermana le enseñó llorando una carta, en la que le comunicaba el suicidio de un pariente próximo. ¿Cómo podía ella consolar a su familia?
Vuelta a leer en el «Reloj de Dios».Allí había una respuesta válida: Nadie, y menos la Iglesia se había atrevido a condenar a Judas, el amigo de Jesús, dueño de la bolsa, escuchando día a día su Palabra. Le vendió por treinta monedas y desesperado, se había ahorcado.
Si así se juzgaba a Judas, con derecho a la duda, ¿quién va a atreverse a juzgar con más dureza a un pobre joven? Nadie puede ponerse en su interior y ver el grado de responsabilidad en la ejecución de aquel acto. Sólo quedaba una solución, rezar y mucho por su alma.
Otra hermana más veterana venía a contar a la Madre Priora que llevaba un tiempo inmersa en «la noche oscura del alma«, sin que aquello tuviese visos de mejorar, sino todo lo contrario. ¿No habría en el «Reloj de Dios» una respuesta a su situación y, sobre todo, cuánto iba a durar a aquello.
La Madre realizaba la consulta y comentaba con su hija la suerte tan inmensa que tenía y cómo aquel era el camino más seguro y positivo de acercares a Dios; cómo era un alma escogida, pues sólo a estos les ha sido dado este camino de santidad, y le pone mil ejemplos de santos de la Orden, que habían pasado por el mismo trance. Esta seguridad era fruto del Amor de Dios y no de un olvido de Él; que se fuese tranquila, que en su momento encontraría la luz.
«El reloj de Dios» fue cogiendo fama y la gente de los alrededores del Convento, sacerdotes y, una vez, hasta el Obispo acudieron a plantearle a la Madre sus dudas.
Siempre encontraban en ésta una respuesta llena de paz, así aparecía en el «Reloj de Dios».
Todos se iban confortados y con la esperanza de una solución al problema.
Lo único que quedaba en el aire era el «cómo» y el «cuando». Aquí la Madre Priora era inflexible y no soltaba prenda sobre lo leído.
Pasaron unos años y aquella monjita tan ejemplar entregó su alma a Dios y una de sus hijas fue elegida nueva Priora. Ésta se encerró en su celda, cogió la llave de su mesa, abrió el cajón, sacó el libro «El reloj de Dios» y lo abrió con gran reverencia y curiosidad.
Vio con asombro que era un cuaderno con las páginas en blanco; pasó las páginas y, al final, llegó a una escrita, en ella y con letra muy clara se leía: «HAY QUE ESPERAR TODO DEL INFINITO AMOR DE DIOS».
Cerró el cuaderno, lo guardó echó la llave y convocó a capitulo a sus hijas para comunicarles que era heredera de «El reloj de Dios».