Pienso que la auténtica alegría la tiende como en base es amor.
La Alegría está por encima de problemas, dolores y tristezas, aunque éstos puedan parecer y incompatibles con ella.
No se trata de la alegría ruidosa, sino la que inunda el corazón y se refleja en la mirada abierta y la sonrisa acogedora.
Es un regalo del Espíritu Santo.
Los evangelios están llenas de momentos de alegría: María se llena de alegría cuando el arcángel San Gabriel le anuncia que su pariente Isabel se encuentra en el sexto mes de embarazo a pesar de su edad y ser considerada estéril por todos, pues para Dios no hay nada imposible.
José sentiría una alegría grande cuando el ángel le pide que reciba a María en su casa, pues el Hijo que espera es obra del Espíritu Santo, e igual alegría la de María cuando José le comunicase la noticia.
Alegría sin límites de María al acostar al Niño en el pesebre, en Belén, después de su nacimiento y alegría de los pastores al ir a adorarlo y encontrarlo, como les había anunciado el ángel, envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
Alegría de María y José al encontrar al Niño en el templo después de buscarlo angustiados durante tres días.
Alegría de la hemorroisa al encontrarse curada después de tocar la borla del vestido de Jesús y de Jairo, al comprobar que su hija está dormida, como le dice Jesús, en contra de lo que le comunican sus criados sobre su muerte.
Alegría sin límites de la viuda de Naim cuando Jesús le devuelve a su hijo después de resucitarlo.
Así como la de Marta y María al recuperar a su hermano Lázaro, que lleva ya cuatro días muerto.
Alegría del ciego Bartimeo cuando Jesús le llama y le pregunta qué desea, está claro desea ver y confía plenamente en Jesús para conseguirlo.
Alegría en tantos enfermos de lepra, o endemoniados que recobran la salud antes una palabra de Jesús.
Alegría de la pecadora a la que se perdona mucho, porque ha amado mucho.
Y en casa de Zaqueo cuando ofrece dar la mitad de sus bienes a los pobres y devolver cuatro veces lo defraudado.
En contrate, tristeza del joven rico, que refiere sus bienes a seguir Jesús, desde la pobreza.
Alegría inmensa de María Magdalena, cuando descubre que el hortelano al que ella le pide el cuerpo de Jesús, es el propio Jesús.
Alegría de discípulos de discípulos de Emaús al ver que el peregrino, que ha caminado con ellos y se queda a cenar, es el propio Jesús resucitado.
Recuerdo cómo, terminada una acampada, similar al cursillo de cristiandad, para soldados y marineros, me encontraba en un bar de Santiago de Compostela, hace ya más de cuarenta años. Dos cabos primeros de la Armada, que habían asistido a la Acampada, discutirán sobre los grados de la «queimada», uno sostenía que eran 90º; el otro pensaba que 40º. Está claro que la razón estaba al lado de este último.
Pero el primero le fulminó con una afirmación que le hizo callarse: «Mira, está claro que son 90º, te lo digo yo que me he confesado y estoy en gracia y tú, en cambio no lo has hecho y a saber cómo estás»
En otra Acampada, en el Valle de los Caídos, con soldados de la Academia de Infantería, que se preparaban para la Confirmación, resultó que dos de ellos no estaban bautizados así es que el Vicario castrense los bautizó, los confirmó ti y les dio la comunión, en la misma ceremonia. Me llamaba la atención sus caras llenas de alegría, eran conscientes de estar en gracia.
Actualmente se ha perdido la costumbre de confesar, especialmente en la juventud. Si recurro a mi experiencia, que es grande, diré que épocas anteriores y en fechas actuales en que los jóvenes suelen acercarse al sacerdote al recibir el perdón del Padre, era muy fácil distinguir a los que lo habían hecho, tenía auténtica alegría, les brillaban los ojos y sonreían desde el corazón.
He tenido la suerte de tratar con cierta profundidad a monjes y monjas de clausura, en todos he encontrado una profunda sencillez y una alegría sana, sencilla, ríen con facilidad, sonriendo siempre, son abiertos.
Antes de tratarlos, tenía una imagen muy distinta como personas calladas, con la cabeza baja, así están en la oración, pero en su trato son alegres y abiertos y les encanta las cosas sencillas.
A lo largo del tiempo y en especial en estos últimos años he tenido la ocasión de coincidir en misa o en obras de apostolado con muchas abuelitas.
Se sienten nada y son todo, piensan que hacen poco y sacan adelante y a sus familias, cuidando de la casa y de los nietos. Sin ellas no funcionaría España, o lo haría con dificultad.
En la residencia en que me encuentro hay abuelitas con alzhéimer, son personas necesitadas de cariño, muy sensibles al trato que se les da.
Les gustan los piropos, se ríen, los agradecen.
Las auxiliares se vuelcan con ellas, les acarician, les besan, las manejan con mucho afecto y las abuelitas son sensibles a este trato, lo aceptan.
Veo claro que la auténtica alegría tiene como base el amor, Dios, que es Amor, es infinita alegría, pues como dice Sta. Teresa «un santo triste es un triste santo» y Dios, santidad infinita, es así mismo alegría infinita.